En un intento desesperado por enderezarse, Alcides Durán se afincó en el pasamano de la silla y se impulsó hacia atrás. Hacia rato la encorvada postura lo agobiaba. Aunque por razones de su avanzado deterioro físico, cualquier esfuerzo era casi prueba atlética difícil de realizar, al menos se permitió aliviar sus cansinas posaderas. Carraspeó varias veces y con la voz gangosa y apocada, pues sabía que iba a romper una promesa que alteraría la armonía existente, se dirigió de nuevo a sus habituales contertulios.
—Esto no me estaría pasando, si mi hijo viviera…
El primero en replicar fue Germàn, con quién la rutina de intercambio amistoso era mayor. Para no enfrentarlo, bajó la mirada, y como si se tratara de una novedad, simuló abrocharse el botón de la guayabera que estrangulado por la presión abdominal insistía en salirse del ojal.
—¿Otra vez usted con eso maestro? Ya me decía yo que mucho nos había durado el milagrito.
Nacho no se hizo esperar. Tras una seguidilla de valientes gestos, elevó las cejas al punto de reducir su frente a la mitad; mueca que le aportó a sus parpados un breve refrescamiento estético. Luego, yendo directo al grano:
—Quítese ese asunto de la cabeza amigo Alcides ¿Qué gana usted con martirizarse tanto con ese recuerdo? Ya se lo hemos dicho bastante, deje descansar en paz a ese muchacho.
Fabio, con la mayor disponibilidad, quiso apaciguar la situación y soltó una perla de su frecuente repertorio.
—Mire compañero, todos sabemos que aquí, aparte de los años, lo que más abunda son penas, y ninguno escapa a esa imperiosa necesidad de contarlas, sobre todo… estee… estee…estee… —Por instantes, su mente permaneció en blanco. Luego, para salir del atolladero que lo dejó en las nebulosas, y aunque sin ilación, recuperó parte de sus ideas— ¡Que ironías de la vida! fíjese usted, es común oír decir por ahí que los viejos tenemos poco tiempo, cuando la realidad es otra, pues, con tan poco oficio, tiempo es lo que nos sobra.
Una breve pausa marcó un silencio reflexivo en el grupo; entonces Gonzalo se apresuró a tomar la palabra que hacia rato se agolpaba en su garganta:
—Perdóneme Alcides, pero ellos tienen toda la razón, usted nos prometió…
Tajante, con la mano levantada y airada voz, Alcides lo cortó en seco:
—¡Bueno, bueno!, suficiente por hoy, basta de regañitos. Para ustedes es muy fácil decir: no digas esto, cállate aquello, no digas lo otro, solamente el que sufre el dolor en el propio pellejo, sabe cuanto cuesta callarse.
La caldeada reunión tenía lugar en una pequeña sala de un asilo de asistencia pública. Todas las tardes, después de proveerse de la desabrida cena reglamentada por la nutricionista, éste grupo de contemporáneos añosos se dedicaba a destapar un nutrido enlatado de recuerdos y quejas. Como si un tropel de neuronas mediante un exhaustivo trabajo arqueológico, se afanara en desenterrarlos de las profundidades de sus cerebros. Pero, aunque estas reuniones en términos productivos no les aportaban ningún beneficio a sus arcas, por demás vacías, al menos los entretenía.
Era evidente que en cuanto recurrente, la queja de Alcides ocupaba el primer lugar. Cualquier comentario por muy aislado que estuviese, él lo dirigía como un afluente a su principal preocupación.
Ir a dar una caminata para estirar las piernas, fue la excusa que le sirvió a Alcides para alejarse de allí. A su vez le permitiría esconder una lágrima que amenazaba con ridiculizarlo. Un ligero masaje circular le dio calor y puso a tono sus rodillas. Luego, mientras recorría los largos pasillos enlosados con antiguos dibujos arabescos, pensó: “Cuerda de viejos pendejos, como si yo no tengo que calarme también sus majaderías y embustes; al menos lo mío es verdadero”. Alcides se los imaginó en estas labores, cuando desvelados en su sueño por la ansiedad y por el constante parpadear de noctámbulas luces peregrinas, clavaban su vista en el techo de sus habitaciones.
La alteración biliar lo llevó hacia las escaleras que lo comunicaba con la segunda planta, área donde albergaban a los más seniles; donde la longevidad cercana al siglo se dibujada en sus pieles con precisión cartográfica; donde el Alzheimer estaba tan cruelmente desatado, que merecía estar tras las rejas. Aquí, Alcides se sentía juvenil. Un niño correteando por el parque bajo la mirada vigilante de sus padres. Los achaques de su reuma mágicamente se reducían a lo que representaría una caída de su bicicleta nueva, una cortada en el dedo meñique con todo y curita.
Más allá, una anciana en una silla de ruedas parecía mirarlo risueña. Pero, estando más cerca Alcides tuvo otra apreciación. No lo miraba a él. Mas bien le pareció que la mujer se complacía en su interioridad. Como si esa introspectiva la pusiera en contacto con su “yo” olvidado y en desuso. Quizás, allí donde en esencia ella permanecía intacta, sin canas, arrugas ni dolencias. Una intimidad además, resguardada por la cortina de sus nublosas cataratas.
De repente, no porque la estuviese buscando, la larga caminata le reparó mejor suerte. La alegría se le escapó como fuente por los poros. Alguien, hecho el loco, como buscando algo y a la vez nada, le echó un vistazo furtivo. Por referencias de sus amigos, Alcides lo reconoció al instante. Su particular semblante era inequívoco: albino y con media calva. Además, usando una liga cerca de la nuca para sujetarse los dispersos mechones blancos que le quedaban. Era costumbre entre los residentes, estar pendiente de quién ocuparía una vacante cuyo motivo por lo general tenía un color funerario. La conducta de ambos al encontrarse, fue similar a la de quienes conciertan una cita a ciegas, donde cada cual busca en el otro para reconocerse, un indicio, un clavel en el ojal de la solapa. Al fin, sin más reparos, cuadrados uno frente al otro y con caras de piropeados, mascullaron las frases que como un ritual venían acuñadas a sus presentaciones. .
—¿Usted es nuevo por aquí?
—¡Si, si! como no! —Y dígame ¿con quién tengo el honor?
—¡No, no! el honor es mió, Julián Acevedo para servirle.
Sin duda, Alcides notó en el rostro del recién llegado, angustia y temor, cuando le dijo:
—Bienvenido amigo, y deje el susto, esto no es tan malo. --bueno ... bueno... en realidad, yo no voy a estar mucho tiempo por aquí, más bien, podría decirse que estoy de pasadita, todo es cuestión de que mi hija se arregle con su marido. Ella me lo prometió, a lo sumo un par de meses.
Alcides no quiso aguarle la fiesta que le daba esperanzas a su corta estadía. Sabía que a la larga era tan sólo una quimera. Sus años de convivencia en el lugar le habían dado ese conocimiento.
—¡Umju! Bueno… si su hija se lo prometió, así será. Todavía existen buenos hijos en este mundo.
—Claro que sí ¡Mire! si usted la hubiera visto cuando se despidió, estaba hecha un mar de Lagrimas. Con decirle, que más lástima sentí yo por ella. ¿Y usted, cuénteme, tiene hijos?
A Alcides, la oportunidad se le presentó provincial.
—Ojala. ¡Ay!, si usted supiera…
—¿Qué cosa?
—A mi hijo me lo mataron.
—¡Caramba! cómo va a ser, cuanto lo siento. Y dígame ¿cómo fue eso?
Alcides había repetido tantas veces la historia, que la elocuencia, el suspenso y la entonación puestos en la narración, eran dignos de una muy sonada y sintonizada emisión radial. Salpicada además con extractos de su propia cosecha imaginativa, con la que conseguía atraer la expectativa del oyente.
—Sabe, todo ocurrió hace ya algún tiempo, digamos que alrededor de unos veinticinco años…
—¿Ah no! pero si de eso hace ya bastante tiempo —le interrumpió Julián, como si quisiera restarle importancia a su dolor.
—Mire amigo yo que se lo digo, como si fuera hoy.
—Si, si, perdone usted, tiene razón.
—Bueno… como le venía diciendo, en aquel tiempo vivía yo en un pueblo por allá en el estado Guárico. —Alcides interrumpió el relato para preguntarle a Julián después de aclararle de que pueblo se trataba, si él lo conocía. Éste, después de repetirse varias veces el nombre, como si quisiera a fuerza de pensarlo arrancárselo de la memoria, terminó diciéndole que no, que jamás había escuchado hablar de él—. Por allá —continuo Alcides—, tenia yo una bodega y mi hijo me asistía con los clientes, sobre todo cuando organizaba la mercancía en la trastienda. Precisamente ese nefasto día me encontraba en esos quehaceres, cuando escuché la voz aterrada de mi hijo, que dirigiéndose a una persona le decía: “¿Qué le sucede mi don, qué hace? ¿Usted está loco? ¡Suelte ese cuchillo por favor, no lo haga, no lo haga!”. Al instante, tiré lo que tenia en las manos y salí rápidamente para enterarme de lo que estaba ocurriendo. Lo encontré de bruces en el mostrador, ahogándose en su propia sangre. Como pude, porque él era muy grande y fuerte, lo volteé para reanimarlo, pero fue inútil. Sus pupilas bailotearon en el blanco de sus ojos hasta quedarse quietas. Con la angustia tardé en asomarme para averiguar quién me había causado semejante daño. Cuando lo hice el hombre ya iba lejos, aunque sin prisa. Iba como si hubiera realizado una compra cualquiera, un par de plátanos, medio kilo de manteca. Mire amigo, nunca olvidaré su andar, su espalda, nunca…, nunca. Con frecuencia se repite en mis sueños como una mala película. Lo peor fue que como siempre sucede con las desgracias que vienen juntas, atrasito, de la tristeza, se me fue la mujer. ¡Mire amigo!, eso es algo parecido a cuando dos colegas se encuentran , que para el caso, especialistas en desgracias, y una le pregunta a la otra cuando la ve venir con los dientes pelados: “Oye chica, ¿de dónde vienes tan contenta?” Y ésta le responde: “es que acabo de dejar a uno batido contra el piso”. Entonces, animada por la perspectiva, la otra le pregunta nuevamente, “¡que bien!, que bien, oye, ¿por qué no me lo recomiendas? mira que ando baja de clientela”; y así se pone en la dirección con pelos y señales. Al asesino de mi hijo, nadie lo volvió a ver. La policía no pudo capturarlo y es posible que aún esté vivo. Para esa fecha teníamos más o menos la misma edad. ¡Mire…! todo por un lío de faldas. Chismes de pueblo que nunca faltan. El hombre convivía con una muchacha a la cual le doblaba la edad, y aunque ésta tenía un pequeño defecto en una pierna, eso no le restaba belleza. Es verdad, la muchacha se la pasaba metida en la bodega comprando cualquier zoquetada con tal de sacarle fiesta a mi muchacho. Él, como seguramente hubiera hecho usted, yo o cualquier otro, le seguía la corriente. Pero de eso a tener algo serio con ella…
Por último, Alcides subrayó el nombre completo del asesino, cuya extravagante cacofonía era casi imposible olvidar. Asqueado, se estrujó la oquedad bucal y sin preocuparse por la higiene del ambiente, largó un escupitajo tan cargado que rebotó y salpicó la pared.
—¡Caramba! me deja usted perplejo amigo —Le dijo el otro, que sin pestañear, no se perdió punto ni coma del triste relato.
Alcides, al sentirse comprendido le estrechó la mano con manifiesto vigor. Mientras subía las escaleras, en la comisura de sus labios ostentaba una sonrisa picara. Como si saboreara la satisfacción de haberse sacado un clavo.
A Julián, aquella historia que una vez acaparara con tanta vehemencia su atención, se convirtió en su propia cruz. Paulatinamente también fue intimando con los demás integrantes de la ya reconocida cofradía.
La estadía de Julián, tal cual la profetizó muy bien Alcides entre sus compañeros, se perfilaba vitalicia. Iba para dos años y su hija, como ella misma lo expresara: “no se arreglaba con su marido”. Y es que a éste, no le hacia ninguna gracia traerse de vuelta un viejito que sólo sería un estorbo y perturbaría la intimidad conyugal. Lo que si no le fallaba a Julián, era la visita. Su hija lo visitaba con una frecuencia tan abrumadora, que sus amigos lo apodaron “El Mimadito”. Alcides pensaba que esa actitud por parte de su hija no era otra cosa sino una manera de compensar la falta de palabra.
Era un día como cualquier otro en el asilo. Nuevamente en la cena sólo Alcides constituía la excepción. Un malestar sin pies ni cabeza lo retenía en la habitación. En apariencia, no registraba ningún síntoma reconocible en el rango de las enfermedades comunes, y lo único que se le ocurrió decirle a Germàn, para quitárselo de encima, fue:
—Por favor, cierra la persiana que la atmósfera está pesada.
Pero el recogimiento no le duró mucho. La supervisora al notar su ausencia por tercera vez en el comedor le preguntó a Germàn, quien la puso al tanto del único dato conocido.
Apenas informada del extraño síntoma de naturaleza etérea que lo aquejaba, la supervisora se movilizó hasta la habitación de Alcides. Entrando como una tromba humana de un solo tirón subió la persiana. Alcides ante la inoportuna claridad que lo cegó, se cubrió la cabeza con la cobija. La supervisora, sin afanarse en delicadezas lo destapó y le pidió que abriera bien la boca para introducirle el termómetro. Cruzada de brazos como un capataz de la colonia y con la trompa a modo de quien silba, fijó la vista en las trazas de un zancudo sacrificado en la pared. Al transcurrir el tiempo debido, le sacó el termómetro y de un vistazo se puso al tanto de la temperatura. Luego lo sacudió con tanta fuerza, que costaba creer que aún lo retuviera entre sus dedos. Entonces le dijo:
—Mire viejito, usted está mejor que yo. A otro con ese cuento atmosférico. Ni que usted fuera meteorólogo. Conmigo, usted se podrá morir de cualquier otra cosa, menos de inanición. Así que, tiene cinco minutos para presentarse en el comedor. A don Hilarión se lo perdono porque está sacándose el noviciado.
Simultáneamente le revisó la gaveta de la mesita de noche para apropiarse de un paquete de galletas y otras chucherías, producto de los copiosos mimos que le prodigaba su hija.
—Éstas cosas me las llevo. Esto no le sirve sino para inflarle más la panza de sapo que tiene.
Ya en la puerta, se volteó para decirle;
—¡Ah! se me olvidaba, el barómetro me lo echa de una vez en la basura.
Alcides no supo explicarse cual de las razones prevalecía para que su presencia en el comedor fuera un hecho. Por un lado estaban las pocas ganas que tenía de enfrentar los antipáticos modales de la supervisora; por el otro, un apetito voraz revolviendo sus entrañas, y que ahora, con la gaveta vacía no iba a poder aplacar. Lo cierto era que estaba allí, pese a que la inexplicable y molesta sensación subliminal aún lo acompañaba. Por ahora, toda su atención se volcaba en rebosar el plato con la apetitosa tortilla de papas, cebollas y espinacas, una de sus comidas favoritas.
Justo se llevaba a la boca un buen pedazo, cuando un codazo de Germàn le hizo perder el equilibrio, provocando a su vez la caída del alimento. Otro codazo insistente de su amigo, le sugería seguir la dirección indicada por su índice. Con cierta desgana vio de refilón a alguien que se adueñaba de una silla para sentarse a cierta distancia de ellos. Como su necesidad de comer era una prioridad, sin darle importancia al asunto volvió a recuperar con el cubierto el pedazo de tortilla. Sin embargo, en su mente quedó un trabajo pendiente y automáticamente cotejó la imagen del avistado con su caduco álbum de conocidos. Instintivamente, Alcides miró por segunda vez, pero su visión fue entorpecida por un comensal que pasaba en ese preciso momento. La distracción desvaneció el sofisticado trabajo mental. Lo siguiente fue terminar de consumir como un desesperado el resto de la tortilla y además repetir la ración.
Minutos antes, Germàn le había comentado ciertos detalles sobre el recién llegado. Le contó según le dijeron, que ese día muy temprano una coja lo había dejado abandonado en la recepción, desapareciendo en el acto. Como único equipaje: la ropa que llevaba encima, un bastón y su cédula de identidad. Que para la edad conocida se veía bastante acabado y además medio cegato. Nacho se quejaba de cierto hacinamiento, pues con los apuros le improvisaron una cama en un rincón de su habitación.
Alcides sacaba la silla para levantarse, cuando de pronto se llevó por delante el bastón de la persona que pasaba. Algo nervioso y mientras se disculpaba, lo recogió y se lo puso en la mano. Apenas le vio la cara.
—Disculpe amigo.
—Pierda cuidado maestro —le contestó éste.
Apoyado en el bastón, la persona continúo su lenta marcha. Llevaba una actitud animosa. Iba en pos de la invitación que Nacho le había hecho para levantarle el ánimo. Alcides lo siguió indiferente.
La tarde declinaba. Un picor tibio y húmedo se adueñaba del ambiente. En tierras no muy lejanas, empezaban a hacerse evidentes los pies luminosos del astro aventurero.
Repentinamente, Alcides se detuvo. No podía creer lo que sus ojos le presentaban. Era él. Esa manera de caminar era única. Se restregó fuertemente los ojos para disipar las dudas, pero un repentino mareo acompañado de nauseas lo hizo tambalear. A continuación, una fuerte punzada lo dobló y se llevó las manos hacia la zona abdominal. Para protegerse de una posible caída se arrimó a las barandas que resguardan los pasillos del vacío central de la edificación; mientras pensaba: “No, no, vida, no me abandones. Ahora más que nunca te necesito”. Como por gracia divina, se repuso. Ahora sus pisadas perseguían un fin inevitable.
En la pequeña sala, un ambiente tenso se retrataba en los rostros de quienes allí se hallaban. El nombre con sus dos apellidos pronunciados con mucha fuerza y cordialidad por parte del invitado, salpicó de sangre sus oídos. Al unísono, sus cuerpos se desplomaron en las sillas como muñecos de trapo. Por varios minutos permanecieron inmóviles y sin fuerzas para reacomodar sus desvanecidos cuerpos. Entretanto, el desairado permanecía de pie con la mano extendida a la espera de un apretón de manos amistoso.
Cuando Alcides llegó exhausto agitando con iracundia el puño por encima de su cabeza, sus compañeros intercambiaron miradas de inconfundible alianza.
Hilarión también lo sintió llegar, pero tan cerca que debió apartarse para evitar el encontronazo. Su escasa visión le impedía tener una idea clara de lo que ocurría en su entorno, sin embargo se atrevió a decir:
—Caray, ¿el amigo como que también está ciego? Por poquito y me tumba.
Al sentir nuevamente muy cerca el fogueo de la respiración de Alcides, Hilarión quiso retroceder, pero no tuvo tiempo, Alcides ya había iniciado el impulso de su puño. La pegada fue brutal.
El cuerpo de Hilarión quedó noqueado en el piso. Encima, el cuerpo de Alcides parecía abrazarlo amistosamente. Restos de la copiosa cena de Alcides quedaron esparcidos en medio de ambos hombres. Mas tarde, una ambulancia los trasladó hasta el hospital.
Alcides no regresó, y aunque Hilarión si volvió, apenas pudo sobrevivir unos días.
Germán, Nacho, Fabio, Gonzalo y Julian, aparte de mantener en secreto el motivo que desató la ira de Alcides, sin problemas de conciencia, se auto proclamaron jueces y verdugos. Lo cual llevaron a cabo con la rigurosidad que la justeza exigía. Así fue como, fuera de las obligadas palabras que le dirigía el personal del asilo, Hilarión no encontró una voz cariñosa o amiga con quien compartir o sobrellevar los últimos días de su vida. Fue confinado a un aislamiento tan cruel e inhumano, sólo comparable con el silencio de la muerte.
sábado, 10 de diciembre de 2016
jueves, 23 de abril de 2015
APUESTA
Fredy y Carlos presenciaban una pelea callejera cuando iniciaron una de sus habituales conversaciones cuyo desenlace por lo general era bastante controversial. Cualquier tema, por muy simples que en un principio pareciera, y del cual muchas veces apenas conocían de oídas, ellos lo manejaban con tal ímpetu y sentido de pertenencia, que alcanzaba niveles casi académicos.En esta ocasión, queriendo cada uno saber más que el otro, la contienda oral rozó limites peligrosos.
Así, entre uno y otro comentario relativo al barullo que desencadenó el pleito, metidos a leguleyos salieron a relucir, muy a propósito, algunos términos jurídicos.
Fredy, poniéndose de parte del hombre, quien a todas luces maltrataba tanto física como verbalmente a la mujer, conteniendo a Carlos, que estuvo a punto de intervenir a favor de la mujer, le dijo:
—Tranquilo, no te metas, No te dejes llevar por lo que ves. No siempre las cosas son lo que aparentan ser.
Sorprendido y en franca contradicción con lo expresado por su amigo Carlos le dijo:
—¿Qué dices? No entiendo. Para mi esto está clarito. Yo lo único que veo es a un hombre golpeando a una mujer indefensa. Ponerse de parte de ese animal, es actuar de abogado del diablo.
Apegado al rebuscado vocabulario, Fredy le replicó:
—Quizá quieras decir que defiendo lo indefendible.
—Si, más o menos.
—Pues fíjate, no es exactamente lo mismo. —Continuo diciendo Fredy, con voz engolada de profesor— No se trata simplemente de ponerse del lado de los malos. pues no siempre el victimario es tan culpable como parece, ni la victima tan inocente como aparenta. Existe entre ambos existe una especie de simbiosis oculta que predispone al delito. Una alianza que satisface una necesidad impresa en sus psiques y que refuerza dichas conductas. Por supuesto, sacar a la luz dicha complicidad es tarea que los entendidos en la materia saben ventilar muy bien en las instancias respectivas. .
—Tú lo has dicho de sabios y entendidos, porque aquí, en Pekin, y vaya a donde vaya, esa pobre mujer es la victima.
Más encendido que Lucifer y molesto por la poca receptividad que su amigo le daba a sus palabras se atrevió a decir:
—Es más, ahorita mismo te lo puedo demostrar. no hace falta ser un colegiado, ni entes tribunalicios. Te apuesto lo que quieras que con un poco de astucia exploratoria haré que esa esa mujer reconozca, aquí mismo, públicamente, su porción de culpa.
Era una costumbre por parte de Fredy conminar a Carlos mediante apuestas a comprobar sus argumentaciones. Carlos las pasaba por alto, pues sabía que finalmente no tenían ningún valor monetario. Sin embargo, esta vez, quizás algo necesitado de dinero, o incitado por las ganas de ver a su amigo pagar las consecuencias de una postura tan contraria a la ética y a las buenas costumbres, le tomó la palabra. Insistiendo además, que no sólo no saldría victorioso, sino que ponía en riesgo su vida. Por último, le fijo un precio tan elevado a la apuesta, que hizo desorbitar los ojos de su amigo. Pero se quedaron sin escenario, porque el grupo se dispersó y la pareja se alejó aparentemente en santa paz.
Sin embargo, con la motivación de unos reales pendiente en el bolsillo, Carlos insistió en lo siguiente.
—Usted está loco hermano, pero bueno, si en realidad usted quiere arriesgar el pellejo echándoselas de abogado gratuito de causas perdidas, basta con andar un rato por una de esas calles populosas, donde los transgresores de la ley, bribones y abusadores, son el pan de cada día. Yo te acompaño, pero eso si, conmigo no cuentes de manera directa para tus defensas mefistofélicas, como mucho, el taxi para el hospital
Carlos dio en el clavo, pues , en varias ocasiones Fredy estuvo a punto de perder la vida.
Aunque otros hechos de menor cuantía también rozaron su piel, el golpe que casi le vuela la quijada, vino de manos de un hombre muy enfurecido y corpulento. A Fredy le pareció muy oportuno defender al abusador que manoseó a la compañera de éste. Entre las cosas insensatas que alegó en su defensa, fue que los dos se lo habían buscado. Él por andar de ufano, exhibiéndose con una mujer tan indecorosa. Y ella por salir tan ceñida y escasa de telas.
La herida en el labio, fue en un vagón del metro. Esta vez el protegido fue un joven que le ganó en velocidad a un anciano al momento de tomar un puesto. A las quejas del anciano, sin que le dieran vela en ese entierro, Fredy alzó su voz argumentando que el puesto era del más veloz. es decir, del más vivo. De nuevo y mirando al anciano con fijeza a los ojos, le recriminó que posiblemente él andaba de vago paseando por la ciudad y congestionando el transporte público. El anciano, despejado el vagón y sentado, no desaprovechó la ocasión y cuando Fredy se disponía a salir, le metió la zancadilla que lo pegó contra uno de los asientos.
De las más encarnizadas, fue una situación donde tuvo que enfrentar la iracundia de un numeroso público. Lagrimoso y empeñado en transmitir un sentimiento quizás experimentado en el momento, trató de liberar a un muchacho atrapado luego de que le arrebatara el bolso a una mujer. En su solidaridad con el ladronzuelo Fredy enarboló una tesis sobre los marginados de un sistema injusto. asegurándoles a todos los presentes, que el muchacho apenas arrebataba una pequeña contribución que el mundo le debía por no haber tenido las mínimas oportunidades para labrarse una vida digna. Asimismo, también insistió sobre la manera negligente y hasta atractiva al ojo del delincuente de cómo quizá la mujer llevaba el bolso. El muchacho, aprovechando que sus captores bajaron la guardia entretenidos por discurso de Fredy, se escapó. Faltando a su palabra, la oportuna intervención y los buenos oficios de Carlos, impidieron que cayera en manos de la policía, ya que algunos después de golpearlo varias veces, lo señalaron como el cómplice oculto.
En tales condiciones, Carlos consiguió al fin que Fredy desistiera continuar en sus fracasadas defensas. Y en cuanto a su ofrecimiento de llevarlo a un hospital, éste le aseguró que unas curas caseras serían suficiente. Seguidamente sacó la chequera y con cierta dificultad hizo efectiva la apuesta.
Y así fue como Carlos, antes de terminar el día , se puso en unos buenos reales.
Así, entre uno y otro comentario relativo al barullo que desencadenó el pleito, metidos a leguleyos salieron a relucir, muy a propósito, algunos términos jurídicos.
Fredy, poniéndose de parte del hombre, quien a todas luces maltrataba tanto física como verbalmente a la mujer, conteniendo a Carlos, que estuvo a punto de intervenir a favor de la mujer, le dijo:
—Tranquilo, no te metas, No te dejes llevar por lo que ves. No siempre las cosas son lo que aparentan ser.
Sorprendido y en franca contradicción con lo expresado por su amigo Carlos le dijo:
—¿Qué dices? No entiendo. Para mi esto está clarito. Yo lo único que veo es a un hombre golpeando a una mujer indefensa. Ponerse de parte de ese animal, es actuar de abogado del diablo.
Apegado al rebuscado vocabulario, Fredy le replicó:
—Quizá quieras decir que defiendo lo indefendible.
—Si, más o menos.
—Pues fíjate, no es exactamente lo mismo. —Continuo diciendo Fredy, con voz engolada de profesor— No se trata simplemente de ponerse del lado de los malos. pues no siempre el victimario es tan culpable como parece, ni la victima tan inocente como aparenta. Existe entre ambos existe una especie de simbiosis oculta que predispone al delito. Una alianza que satisface una necesidad impresa en sus psiques y que refuerza dichas conductas. Por supuesto, sacar a la luz dicha complicidad es tarea que los entendidos en la materia saben ventilar muy bien en las instancias respectivas. .
—Tú lo has dicho de sabios y entendidos, porque aquí, en Pekin, y vaya a donde vaya, esa pobre mujer es la victima.
Más encendido que Lucifer y molesto por la poca receptividad que su amigo le daba a sus palabras se atrevió a decir:
—Es más, ahorita mismo te lo puedo demostrar. no hace falta ser un colegiado, ni entes tribunalicios. Te apuesto lo que quieras que con un poco de astucia exploratoria haré que esa esa mujer reconozca, aquí mismo, públicamente, su porción de culpa.
Era una costumbre por parte de Fredy conminar a Carlos mediante apuestas a comprobar sus argumentaciones. Carlos las pasaba por alto, pues sabía que finalmente no tenían ningún valor monetario. Sin embargo, esta vez, quizás algo necesitado de dinero, o incitado por las ganas de ver a su amigo pagar las consecuencias de una postura tan contraria a la ética y a las buenas costumbres, le tomó la palabra. Insistiendo además, que no sólo no saldría victorioso, sino que ponía en riesgo su vida. Por último, le fijo un precio tan elevado a la apuesta, que hizo desorbitar los ojos de su amigo. Pero se quedaron sin escenario, porque el grupo se dispersó y la pareja se alejó aparentemente en santa paz.
Sin embargo, con la motivación de unos reales pendiente en el bolsillo, Carlos insistió en lo siguiente.
—Usted está loco hermano, pero bueno, si en realidad usted quiere arriesgar el pellejo echándoselas de abogado gratuito de causas perdidas, basta con andar un rato por una de esas calles populosas, donde los transgresores de la ley, bribones y abusadores, son el pan de cada día. Yo te acompaño, pero eso si, conmigo no cuentes de manera directa para tus defensas mefistofélicas, como mucho, el taxi para el hospital
Carlos dio en el clavo, pues , en varias ocasiones Fredy estuvo a punto de perder la vida.
Aunque otros hechos de menor cuantía también rozaron su piel, el golpe que casi le vuela la quijada, vino de manos de un hombre muy enfurecido y corpulento. A Fredy le pareció muy oportuno defender al abusador que manoseó a la compañera de éste. Entre las cosas insensatas que alegó en su defensa, fue que los dos se lo habían buscado. Él por andar de ufano, exhibiéndose con una mujer tan indecorosa. Y ella por salir tan ceñida y escasa de telas.
La herida en el labio, fue en un vagón del metro. Esta vez el protegido fue un joven que le ganó en velocidad a un anciano al momento de tomar un puesto. A las quejas del anciano, sin que le dieran vela en ese entierro, Fredy alzó su voz argumentando que el puesto era del más veloz. es decir, del más vivo. De nuevo y mirando al anciano con fijeza a los ojos, le recriminó que posiblemente él andaba de vago paseando por la ciudad y congestionando el transporte público. El anciano, despejado el vagón y sentado, no desaprovechó la ocasión y cuando Fredy se disponía a salir, le metió la zancadilla que lo pegó contra uno de los asientos.
De las más encarnizadas, fue una situación donde tuvo que enfrentar la iracundia de un numeroso público. Lagrimoso y empeñado en transmitir un sentimiento quizás experimentado en el momento, trató de liberar a un muchacho atrapado luego de que le arrebatara el bolso a una mujer. En su solidaridad con el ladronzuelo Fredy enarboló una tesis sobre los marginados de un sistema injusto. asegurándoles a todos los presentes, que el muchacho apenas arrebataba una pequeña contribución que el mundo le debía por no haber tenido las mínimas oportunidades para labrarse una vida digna. Asimismo, también insistió sobre la manera negligente y hasta atractiva al ojo del delincuente de cómo quizá la mujer llevaba el bolso. El muchacho, aprovechando que sus captores bajaron la guardia entretenidos por discurso de Fredy, se escapó. Faltando a su palabra, la oportuna intervención y los buenos oficios de Carlos, impidieron que cayera en manos de la policía, ya que algunos después de golpearlo varias veces, lo señalaron como el cómplice oculto.
En tales condiciones, Carlos consiguió al fin que Fredy desistiera continuar en sus fracasadas defensas. Y en cuanto a su ofrecimiento de llevarlo a un hospital, éste le aseguró que unas curas caseras serían suficiente. Seguidamente sacó la chequera y con cierta dificultad hizo efectiva la apuesta.
Y así fue como Carlos, antes de terminar el día , se puso en unos buenos reales.
domingo, 21 de diciembre de 2014
EL TELESCOPIO
En
medio de un forzoso e inesperado descanso por causa de su reciente
despido, Ulises, decidió sacar y desempolvar el viejo telescopio que
guardaba casi con veneración. Lo había heredado de su padre. Gratos
recuerdos iluminaron su mente, cuando ayudado por éste, exploraba
el magno espacio sideral desde una pequeña colina ubicada en un
parque cercano a su casa.
Pero
lo que en su infancia significó una bonita afición con miras
científicas en el campo astronómico, en su adultez se transformó
en una indigna manera de observar la vida ajena. Quizá, producto de
la desilusión sufrida al obtener tan incipientes y borrosas imágenes
del reducido cielo que desde su balcón podía apreciar. Se aunaba
además a este hecho, el escaso conocimientos que del referido
instrumento tenía.
Fue
a partir de entonces, cuando influenciado por ciertos movimientos
hogareños, no observables a simple vista, y que llamaron
poderosamente su atención, decidió enfocar el lente hacia otros
cuerpos, que aunque terrenales, los encontró tan estelares como los
primeros. Una decisión de orden tan mundano, que a conciencia sabía,
hubiera podido sacarle unas cuantas lagrimas a Galileo. Antes,
preocupado por lo vistoso del telescopio, que adicional como soporte
traía un trípode, para ocultarlo se valió de las ramas de un
frondoso helecho que colgaba de la reja protectora.
Así,
seis hogares diferentes, cuyas ventanas con respecto a la suya
guardaban una excelente distancia y posición focal, serían en lo
sucesivo, el blanco de su nueva y malsana actividad. Algunas de las
cuales por cierto, se ofrecían accesibles y tentadoras, pues durante
todo el día incluida la noche, permanecían de par en par, sin
cortinas, u objetos decorativos que obstaculizaran su visión.
Fue
precisamente, mirando de modo obsesivo hacia una de estas ventanas,
donde con una paciencia insospechada, Ulises perfeccionó su
destreza técnica con el referido instrumento. Allí, para deleite
suyo, residía una chica cuya preocupación por el recato o posibles
mirones, la tenían sin cuidado.
Con
el tiempo, las impactantes poses que le regalaba la vecina mientras
se vestía y desvestía a gusto y gana, como suele ocurrir con todo
lo que se obtiene con profusión, consiguieron aburrirlo. Sobre todo,
porque su mayor anhelo no radicaba en esa ventana, sino en la de más
allá, donde vivía Helena, la muchacha que últimamente le robaba el
sueño, y con quién algunas veces coincidía en los pasillos de la
planta baja. A Ulises le pasaba que cuando mejor enfocada la tenía
y todo parecía ir viento en popa, la mano diestra de la muchacha se
ponía en el cordoncillo de la persiana y de un solo tirón la
bajaba; entonces, él debía conformarse con la hilera de laminas
verdes que bruscamente lo separaron de ella.
A
fuerza de deambular de ventana en ventana, se le hizo un hábito
sensibilizarse por los problemas comunitarios, permitiéndose
algunas buenas obras; como cuando, compadecido al observar a misia
Ana buscar con mucho afán por todos lados algo que él sabía muy
bien dónde se hallaba, decidió ayudarla.
Misia
Ana había olvidado que mientras estuvo en el balcón se quitó los
espejuelos y los acomodó en el plato de un matero. En ese continuo
rodar de muebles, abrir cajones, agacharse y pararse con mucha
dificultad, tenía ya varios días. Entonces, sigilosamente, Ulises
le pasó por debajo de su puerta una nota con letras muy grandes,
informándole sobre su paradero. Sin preocuparse por la extraña
procedencia de la misiva, ella se dirigió al balcón y se puso en
sus añorados espejuelos. Él alcanzó verla cuando después de mirar
muy intrigada hacia todos lados, incluyendo su ventana, al no ubicar
nada sospechoso, extendió los brazos al cielo y se santiguó en
acción de gracias.
Hubo
otra acción que le causó gran placer y que a su juicio salvó el
hogar de su vecina más estimada. Ulises observaba que regularmente
el esposo de ésta, a quien parece le venía muy cómodo tener una
aventura a la mano, es decir justo al lado de su casa, en vez de
salir a la calle como supuestamente lo indicaba el amoroso beso de
despedida que le daba a su esposa, enseguida y como por arte de
magia, hacía su aparición en la ventana vecina; pero esta vez,
rodeado por otros brazos y con un beso de bienvenida que duplicaba en
acción al anterior. Mediante el uso de otra de sus reveladoras y
fantasmales notas, amenazó a los autores de la infidelidad con
ponerlos al descubierto ante la burlada esposa. No se sabe por cuánto
tiempo, pero hasta donde sus ansiosos ojos alcanzaron ver, el susto
tuvo el efecto deseado.
En
busca de cosas nuevas, se dedicó a espiar a un vecino del cual tenía
un concepto muy particular. A pesar de conocerlo solo de vista,
influenciado por su vestimenta y maneras, lo catalogaba de gafo,
mojigato y raro. Pero en realidad, no era la facha de Sócrates, como
se llamaba el vecino, la verdadera causa de tal estado de
animadversión, sino un episodio relacionado con Helena. Momento a
partir del cual, empezó a interesarse por la vida de éste.
El
incidente en cuestión ocurrió en la puerta del edificio, cuando una
lluvia tenaz lo mantuvo detenido allí durante un buen rato. En eso,
llegó la referida muchacha visiblemente apurada. Sin perder el
tiempo y por aquello de que las oportunidades las pintan calvas,
Ulises, entusiasmado inició el galanteo que podía encaminarlo
hacia un futuro romance. Pero para su desdicha, casi de inmediato
también hizo su aparición Sócrates, que sin reparar en sus afanes
de conquista, se la llevó bajo el amparo de su paraguas. De paso,
como para que a Daniel le doliera más el dedo en la llaga, casi le
saca un ojo con la punta del paraguas.
Aunque
otras veces también los vio juntos, para su tranquilidad, estos no
daban señales de tener una relación más allá de una simple
amistad. Pero esa amistad por inocente que pareciera, entorpecía las
pocas ocasiones que tuvo para atraer la atención de la muchacha.
La
continua intromisión telescópica en el hogar de Sócrates, le
reparó el posible desquite que repararía su afectado orgullo
varonil. Todas las mañanas lo veía rezar arrodillado ante un
pequeño altar donde una gran variedad de estampas, figuras y demás
manifestaciones religiosas, se peleaban el reducido espacio. De
pronto lo observó muy atareado, tratando de colocar un letrero cuyas
dimensiones en cuanto al tamaño del cartón y a las letras, parecían
estar dirigidas a alguien corto de vista, o como para que al santo de
su devoción no lo pasara por alto. Acto seguido se entregó a una
meditación tan profunda, sólo comparable a a las inefables
vivencias de los santos. Afinando el lente, Ulises consiguió leer
algo que lo revolcó de risa: “DIOS, AYÚDAME, AMO A HELENA”.
No
tuvo dudas, seguro se trataba de la misma Helena.
Conocida
casi al pelo la rutina diaria de su vecino, Ulises puso a andar un
plan que aparte de bromista y engañoso, ponía en claro su
incredulidad religiosa. Sin perder tiempo, elaboró la nota que en
una sola palabra lo resumía. Cuidadoso esta vez de ciertos detalles
que le imprimieran más realismo a sus acciones, pensó dejarla
abandonada muy cerca de la puerta del apartamento de éste. Así, al
salir, Sócrates tropezaría con ella de forma casual.
Pero
para sorpresa suya, cuando el ascensor que tuvo que tomar a toda
carrera, perteneciente a la otra ala del edificio, abrió sus
puertas, se encontró cara a cara con él. Entonces, muy a su pesar,
debió actuar según las nuevas circunstancias.
Socrates,
sin darle importancia al encuentro con su vecino, quién
extrañamente subía a tales horas por un ascensor que no le
correspondía, dio los buenos días y se volteó para presionar el
botón de planta baja. Ocasión que aprovechó Ulises para
desprenderse disimuladamente de la nota sin que éste lo advirtiera.
Luego, arrugando el entrecejo la apuntó con el pie, y como
sorprendido comentó en voz alta sobre la misma. En vista de que su
acompañante no reaccionaba y para no dejar a medias la rebuscada
actuación, la recogió y leyó lo siguiente:
—“OLVÍDALA”.
Deteniéndose
un instante, y al tiempo que desorbitaba un tanto sus ojos, con un
tono de voz más acentuado leyó la rubrica que, a propósito, se le
ocurrió estampar para darle más fuerza celestial al supuesto origen
de la misma.
—”DIOS”.
Seguidamente
la dobló y despidiéndose con fingida amabilidad, la dejó en manos
de éste.
Sin
saber cual fue la interpretación que Socratez le dio al supuesto
mensaje divino, confió que su vecino acataría al pie de la letra
los designios de Dios. Esta vez con el terreno libre, se planteó
esperar esa tarde a Helena: “Ahora o o nunca”
Pero
se llevó una gran desilusión cuando la vio venir. Helena venia
acompañada y de manos agarradas. Sócrates a su lado, la miraba
amorosamente.
—Helena
disculpa, necesito hablar contigo. —Se atrevió a interrumpir
Ulises, cuando pasaron por su lado.
—Disculpa
tú, otro día, andamos algo apurados.
Superado
el desaire que lo dejó solo y pensativo, Ulises, quiso averiguar
cual era el verdadero alcance de dicha relación
Enfocando
su telescopio observó cuando Helena y Sócrates, aparecieron en el
departamento. Pero no pudo ver mucho, porque casi inmediatamente,
Helena hizo algo que al parecer era una costumbre muy arraigada en
ella. Sujetando el cordón que deslizaba la cortina, la cerró por
completo.
Después
de lanzar unas cuantas patadas al aire, y proferir varios insultos a
la nada, Ulises sujetó el telescopio por las patas del trípode, y
lo lanzó violentamente por a ventana.
En
uno de los pisos inferiores, una mujer, al escuchar el estruendo que
causó el choque del instrumento contra el piso, se asomó y comentó
con su hijo:
—Aquí
la gente está pasada de cochina, tiran de todo por la ventana.
¡Mira! parece que alguien botó un telescopio. Corre mijo, ve a
recogerlo, parece bueno, quién quita y te sirva para ver las
estrellas.
viernes, 28 de noviembre de 2014
ASPIRANTE A ESCRITORA
Ésta ilusión, tuvo su inicio cuando mi hijo entrevió en mi ciertos indicios preocupantes de salud mental: “Te veo decaída mamá; deberías buscar una actividad que te entretenga". Rápidamente pasaron por mi mente todas las posibles alternativas de ocupación: cursos de cocina, gimnasia en todas sus modalidades, cursos de auto ayuda, y ninguno activó en mí una llamita salvadora. “¿Pero qué?”, le pregunté, “No sé mamá, prueba escribir algo”.
Todavía me pregunto de dónde se le ocurrió, considerarme capaz para un oficio tan elevado. Sin embargo, no sé si por presuntuosa o por ese instinto maternal de darle gusto a los hijos, la idea se fijó en mi.
Como todo arte, requiere una cronología de aprendizaje, me formulé un plan. Dada mi escasez de conocimientos en la materia, empecé a nutrirme consultando libros especializados. Extraje de unas cajas apolilladas, aquel material que una vez utilicé durante mis estudios de bachillerato y universidad. Los repasé exhaustivamente. Por sugerencias aprendidas en los mismos, me dediqué a leer con furor. Desde los grandes clásicos, hasta obras recientemente editadas, consumieron la mayor parte de mi tiempo. “Algo se, pega” dicen los entendidos.
Varios meses entre fantasear, escribir, recapitular y darle más vueltas que la cocida de cien tortillas, por fin concebí un cuento de dos páginas. Saqué tres copias, una para cada hijo y otra para mi esposo. Sus opiniones eran la máxima para mi. Explayada como una flor de campana a la crítica, también les entregué un lápiz. “Anoten sin pena sus observaciones”, les dije confiada en que apenas serían unas sutiles sugerencias. El primero fue mi esposo. Critico nato de todo acontecer humano. Lector de vieja data, dos periódicos diarios y varios crucigramas, le daban cierta autoridad. Me quedé corta en estimaciones. Parecía un individuo de número de la Real Academia Española de la Lengua. Deslizó tantas veces el lápiz sobre la hoja, que semejaba dibujar el mapa hidrográfico de Venezuela. En cuando a anotaciones copó todos los espacios marginales. Insolente, y sin el menor respeto por la dignidad ajena, me solicitó una hoja adicional. Corregía con tal erudición, como si días antes hubiese asimilado al caletre todas las ediciones conocidas de gramática y lingüística. Me pregunté cómo, con tanta aptitud literaria, nunca escribió una novela.
Sin mirar hacia atrás, me atreví a entregarle la siguiente copia a mi hija: arquitecto. En ésta ocasión me puse pichirre con el lápiz, pero fue en balde, porque casi inmediatamente lo sacó de su bolso. Un laberinto de flechas, cuyo trazo firme, e impecable impresionaba , empezaron a cruzarse en todos los sentidos por la escritura. Acomodó y reacomodó cada palabra, cada frase, cada párrafo, como si tuviera en sus manos el bosquejo de un proyecto urbanístico. En cuanto a borrar y tachar, conjunciones, verbos, adjetivos, sustantivos y demás elementos y figuras gramaticales, acusadas de superfluas, fueron victimas de su inclemente barrido. “Obra limpia”, insinúo circunspecta. Lo asocié con la desnudez de las mesas y paredes de su apartamento. Hasta aquí, mi acribillada musa todavía respiraba, pero con una mano próxima al pomo de la puerta. Por no dejar, más que por hacer, entregué la tercera copia como me lo había propuesto a mi hijo. Supuse, por su profesión: abogado, sería muy estricto. Un juez imputando a la incapacidad narrativa. Por supuesto, tampoco le ofrecí el lápiz y aunque tenía uno en su chaqueta, dárselo era una provocación evitable. ¡Increíble! Me las entregó impolutas. Como una planilla para depósito bancario: Libre de tachaduras o enmiendas. Tan sólo una sutil recomendación verbal. Por supuesto, después de confrontar este resultado con las dos anteriores, no podía creer que fuese sincero; más bien, en el fondo supe que ese veredicto guardaba un impulso noble y solidario con una idea que él mismo promovió; pero mi desconsuelo fue mayor. Creo que cuando la terquedad y la tenacidad se juntan, forjan una piedra muy afilada, porque en esa onda paleolítica me encontraba, cuando pude recuperarme. Picada en mi vanidad, tuve mis dudas respecto a la objetividad de la evaluación, por lo tanto debía averiguarlo. ¿Y por qué no, valerme de una triquiñuela? Busqué minuciosamente y seleccioné entre muchos autores, un cuento breve, sencillo, sin referencias de ubicación o conocimientos de erudición que pudieran delatarme. Claro está, como buena tramposa, tomé mis precauciones y hecha la tonta, investigué que tanto sabían de él. Para el reparto de las copias mantuve el mismo orden. Terminante mi esposo en un principio se negó. Ese papel de crítico le había costado varias semanas de enfrentamiento con mi trompa; pero después de mucho rogarle, cedió. Lo leyó de corrida. Varias rositas y expresiones de disfrute colmaron su rostro. En todo momento jugó a entrelazar el lápiz en sus dedos. A tamborilear con él. Ni por un segundo lo apuntó hacía las hojas. En uno de esos malabarismos el lápiz saltó y tan concentrado leía que no se preocupó en su recuperación. Yo, que no le quitaba la vista de encima, expedita lo recogí e imploré con la mirada cuando se lo entregué que por favor le diera alguna utilidad. Finalmente concluyó diciendo: “¡Oye! ¡Te felicito! Este cuento te quedó fabuloso. Mejoraste una barbaridad". Otra vez el turno le correspondió a mi hija. Como supuse, el resultado fue similar al de mi esposo. Sin embargo, me entró un gusto, pues le dejé frustradas sus lindas y amenazantes flechitas. A mi hijo no se lo di. Un gran temor me asaltó. Pensé que alentado por el evidente avance, y exagerado en su papel de padre de la criatura, pudiera arrebatármelo para enviarlo a algún concurso o editorial para su publicación. Ha pasado mucho tiempo de ese experimento y todavía no he tenido suficientes agallas para confesarles ese vergonzoso plagio o robo de autoría. Y aunque el gusanito por la escritura todavía corre por mis venas, por ahora decidí mocharle las alas. Dos gavetas de mi cómoda rebozan de papeles y libretas contentivas de anotaciones y proyectos sin concretar. Pero eso sí, de la referida experiencia una costumbre muy gratificante y entretenida se arraigó en mí: la pasión por la lectura. Arrellanada en mi poltrona e inmersa en ese placer, disfruto la última obra editada de un reconocido escritor venezolano.
Como todo arte, requiere una cronología de aprendizaje, me formulé un plan. Dada mi escasez de conocimientos en la materia, empecé a nutrirme consultando libros especializados. Extraje de unas cajas apolilladas, aquel material que una vez utilicé durante mis estudios de bachillerato y universidad. Los repasé exhaustivamente. Por sugerencias aprendidas en los mismos, me dediqué a leer con furor. Desde los grandes clásicos, hasta obras recientemente editadas, consumieron la mayor parte de mi tiempo. “Algo se, pega” dicen los entendidos.
Varios meses entre fantasear, escribir, recapitular y darle más vueltas que la cocida de cien tortillas, por fin concebí un cuento de dos páginas. Saqué tres copias, una para cada hijo y otra para mi esposo. Sus opiniones eran la máxima para mi. Explayada como una flor de campana a la crítica, también les entregué un lápiz. “Anoten sin pena sus observaciones”, les dije confiada en que apenas serían unas sutiles sugerencias. El primero fue mi esposo. Critico nato de todo acontecer humano. Lector de vieja data, dos periódicos diarios y varios crucigramas, le daban cierta autoridad. Me quedé corta en estimaciones. Parecía un individuo de número de la Real Academia Española de la Lengua. Deslizó tantas veces el lápiz sobre la hoja, que semejaba dibujar el mapa hidrográfico de Venezuela. En cuando a anotaciones copó todos los espacios marginales. Insolente, y sin el menor respeto por la dignidad ajena, me solicitó una hoja adicional. Corregía con tal erudición, como si días antes hubiese asimilado al caletre todas las ediciones conocidas de gramática y lingüística. Me pregunté cómo, con tanta aptitud literaria, nunca escribió una novela.
Sin mirar hacia atrás, me atreví a entregarle la siguiente copia a mi hija: arquitecto. En ésta ocasión me puse pichirre con el lápiz, pero fue en balde, porque casi inmediatamente lo sacó de su bolso. Un laberinto de flechas, cuyo trazo firme, e impecable impresionaba , empezaron a cruzarse en todos los sentidos por la escritura. Acomodó y reacomodó cada palabra, cada frase, cada párrafo, como si tuviera en sus manos el bosquejo de un proyecto urbanístico. En cuanto a borrar y tachar, conjunciones, verbos, adjetivos, sustantivos y demás elementos y figuras gramaticales, acusadas de superfluas, fueron victimas de su inclemente barrido. “Obra limpia”, insinúo circunspecta. Lo asocié con la desnudez de las mesas y paredes de su apartamento. Hasta aquí, mi acribillada musa todavía respiraba, pero con una mano próxima al pomo de la puerta. Por no dejar, más que por hacer, entregué la tercera copia como me lo había propuesto a mi hijo. Supuse, por su profesión: abogado, sería muy estricto. Un juez imputando a la incapacidad narrativa. Por supuesto, tampoco le ofrecí el lápiz y aunque tenía uno en su chaqueta, dárselo era una provocación evitable. ¡Increíble! Me las entregó impolutas. Como una planilla para depósito bancario: Libre de tachaduras o enmiendas. Tan sólo una sutil recomendación verbal. Por supuesto, después de confrontar este resultado con las dos anteriores, no podía creer que fuese sincero; más bien, en el fondo supe que ese veredicto guardaba un impulso noble y solidario con una idea que él mismo promovió; pero mi desconsuelo fue mayor. Creo que cuando la terquedad y la tenacidad se juntan, forjan una piedra muy afilada, porque en esa onda paleolítica me encontraba, cuando pude recuperarme. Picada en mi vanidad, tuve mis dudas respecto a la objetividad de la evaluación, por lo tanto debía averiguarlo. ¿Y por qué no, valerme de una triquiñuela? Busqué minuciosamente y seleccioné entre muchos autores, un cuento breve, sencillo, sin referencias de ubicación o conocimientos de erudición que pudieran delatarme. Claro está, como buena tramposa, tomé mis precauciones y hecha la tonta, investigué que tanto sabían de él. Para el reparto de las copias mantuve el mismo orden. Terminante mi esposo en un principio se negó. Ese papel de crítico le había costado varias semanas de enfrentamiento con mi trompa; pero después de mucho rogarle, cedió. Lo leyó de corrida. Varias rositas y expresiones de disfrute colmaron su rostro. En todo momento jugó a entrelazar el lápiz en sus dedos. A tamborilear con él. Ni por un segundo lo apuntó hacía las hojas. En uno de esos malabarismos el lápiz saltó y tan concentrado leía que no se preocupó en su recuperación. Yo, que no le quitaba la vista de encima, expedita lo recogí e imploré con la mirada cuando se lo entregué que por favor le diera alguna utilidad. Finalmente concluyó diciendo: “¡Oye! ¡Te felicito! Este cuento te quedó fabuloso. Mejoraste una barbaridad". Otra vez el turno le correspondió a mi hija. Como supuse, el resultado fue similar al de mi esposo. Sin embargo, me entró un gusto, pues le dejé frustradas sus lindas y amenazantes flechitas. A mi hijo no se lo di. Un gran temor me asaltó. Pensé que alentado por el evidente avance, y exagerado en su papel de padre de la criatura, pudiera arrebatármelo para enviarlo a algún concurso o editorial para su publicación. Ha pasado mucho tiempo de ese experimento y todavía no he tenido suficientes agallas para confesarles ese vergonzoso plagio o robo de autoría. Y aunque el gusanito por la escritura todavía corre por mis venas, por ahora decidí mocharle las alas. Dos gavetas de mi cómoda rebozan de papeles y libretas contentivas de anotaciones y proyectos sin concretar. Pero eso sí, de la referida experiencia una costumbre muy gratificante y entretenida se arraigó en mí: la pasión por la lectura. Arrellanada en mi poltrona e inmersa en ese placer, disfruto la última obra editada de un reconocido escritor venezolano.
viernes, 12 de noviembre de 2010
LA RENUNCIA ESCURRIDIZA
—Que alivio, mañana renuncio.
La frase se le escapaba de manera involuntaria a Abraham Meléndez; quizás empujada por el incontenible alborozo que la misma le producía.
—¿Que dijiste, mi amor, no entiendo? —Rezongó Magali, su esposa, quien al no obtener respuesta la incorporó al menú de rarezas que ese día había notado en su marido.
Abraham agradeció a la suerte que su esposa no gozara de un oído fino, pues de haber entendido la indiscreta revelación, habría cambiado para ambos la relajante función nocturna. Procurando en adelante ser mejor guardián de su lengua suelta, le dio una vuelta a la almohada y después de palmearla unas cuantas veces, la deslizó por entre la curvatura de su cuello. Recurrentes artificios que usaba generalmente sin que le aportaran ninguna ganancia o calidad a su sueño, pero que lo entretenían.
Sin embargo esa noche fue diferente, porque bastaron unos minutos para dispersar los últimos residuos de una recurrente vigilia. Un ronquido sibilante inauguró el despegue onírico. Al lado, su compañera, a pesar de haberle importunado el suyo, lo recibió con beneplácito. Sabía que esa ruidosa manera de expresar su paz, también se llevaba consigo las sucesivas y molestas pataditas parientes de sus desvelos.
Antes de esto, Abraham había consumido unas cuantas horas frente al computador, el motivo: la redacción de la renuncia a su trabajo. En una especie de purga, produjo un número de páginas tan abusado, que más parecía la carta de un novio resentido que la sencillez requerida para este tipo de misivas. Pero no le importaba, porque sólo así, se aseguraba la absoluta y resoluta separación con la empresa. Ninguno de los allí nombrados, después de leer tan aseverados y deshonrosos señalamientos, tendría el buen humor como para pedirle la reconsideración; y precisamente en la escala de mando no dejó afuera ni al más encumbrado.
Introducirla en el sobre requirió de cierta pericia, pues su extravagante volumen lo dificultaba. Con la ayuda de una regla presionó los bordes y fue entonces cuando pensó que se le había ido la mano.
Mientras estuvo en esos quehaceres, debió enfrentar el asedio manifestado por Magali. A ella le extrañaba bastante verlo pasar tantas horas en un área que era de uso exclusivo de Juan, el hijo de ambos. Hecha la bartola y en busca de pesquisas, se dejó caer varias veces por ahí.
Abraham, para despistar el acoso investigador perfeccionó algunas técnicas. Apenas escuchaba sus pasos, hábil y expedito con el mouse, cerraba la imagen comprometedora y abría un laborioso juego de cartas. Para darle más credibilidad a su teatro, ponía cara de jugador empedernido. Pero en una de esas tantas incursiones, Magali no pudo contenerse y le preguntó:
—¡Qué haces?
—¿No estás viendo mujer?, jugando cartas —Le dijo Abrahán con un tono molesto.
—No me digas que ahora te va a dar por eso.
—¡Pero bueno chica! ¿Qué tiene?, estate quieta, no seas tan envidiosa. Estos juegos son recomendables para aliviar las tensiones.
—¡Siii! Bueno, aprovecha que no está Juancito, porque cuando llegue, se te acaba la sesión terapéutica.
Convencida por la sobresaliente representación de Abraham de que sólo se trataba de un inofensivo pasatiempo, resolvió dejarlo en paz y no seguir husmeando.
Abraham consideraba inconveniente por ahora, participarle la arriesgada decisión, pues no quería que le pesara la confidencia. Aún tenía muy presente la reciente conversación que tuvo con ella cuando de una manera vaga le asomó el asunto y ésta muy alterada y sorprendida lo atajo, diciendo: “¿Qué dijiste? ¿Tú como que perdiste el juicio? Con lo difícil que están los empleos hoy en día y tú botando uno tan bueno por la ventana. ¡No chico qué va!, mejor déjale esos brincos a los chivos”
Oírla repetir tales expresiones era arriesgarse a que se le arrugara una decisión tan sólida, que usada como armamento bélico en la era secundaria, hubiera podido derribar a todo un parque jurásico.
El nuevo día le abrió las puertas algo tarde. Aunque Abraham vibraba en ánimo y vitalidad, la premura no formaba parte de ese festín de endorfinas. Mientras bostezaba frente al espejo, el cual calcaba cada línea de sus treinta y nueve años, como si se cayera a mimos se palpó repetidas veces la barba que llevaba estilo candado. Siendo de un carácter tan meticuloso, este estilo le daba un particular goce. La tarea de afeitarse era todo un ritual con la medida y la simetría. Sin embargo, ese día, después de mucho estirar y torcer el cuello de izquierda a derecha para chequear el crecimiento piloso, desestimó todo trato con la maquina afeitadora.
La despedida con Magali estuvo fuera de serie. El travieso modo de besarla, así como el asfixiante y desmedido abrazo, la hizo sentirse como un monigote; Intuía que ella no formaba parte de esa alegría en la cual más bien le parecía que había gato encerrado. Por los momentos, no le quedó otro recurso que librarse del apabullante remezón, diciéndole:
—¡Abraham, chico, ten cuidado que me raspas con tu barba.
Durante el recorrido que se suponía lo llevaría al último día de trabajo, de cuando en cuando descuidaba la atención del manejo para recrear la vista en el portafolio dejado en el asiento de la derecha. Y aunque en su interior no guardara ninguna joya medida en quilates, ante sus aojos relucía como un cofre palaciego. Para él tenia un valor más estimable: tenía un valor estrictamente humano.
Una vez estacionado su automóvil, aconteció un hecho que en otras circunstancias hubiera podido calificarse de trivial o insignificante. No obstante, dado al estado de permeabilidad emocional en el que se encontraba, le permitió exprimirse un poco el empapamiento.
En actitud velante, un perro jadeaba su hambruna frente a la clientela de un vendedor de perros calientes. La rápida desaparición del largurucho alimento en boca de quienes en forma atorada lo consumían, requería que el animal moviera la cabeza repetidamente de cliente en cliente. De repente, un empalagoso baño producto de los restos de una colita, mecanismo usado con frecuencia por el dueño para espantar los asiduos tocayos de su negocio, lo alejó del lugar.
Abraham, al ver la escena, en vez de seguir de largo se detuvo en el lugar. Sacando de la billetera el pago, requirió una docena con doble ración de salchichas. El vendedor al suponer que el cuantioso pedido no sería consumido de inmediato, por demás le preguntó:
—¿Para llevar?
—No, para comer aquí.
Más pendiente de atender la cuantiosa venta que de los pecados capitales relacionados con la gula, el vendedor no le dio importancia a la extravagante respuesta.
Cuando sobre el pequeño mostrador la hilera del alimento completaba la cifra solicitada, Abraham los juntó bastamente con las manos y buscó al flacuchento callejero que a unos metros aguardaba con paciencia se olvidaran de él, para regresar y seguir comiendo a fuerza de la imaginación.
Después de acariciarlo varias veces, Abraham se los fue ofreciendo pacientemente uno a uno. Los observadores limitaron su sorpresa conviniendo entre si con las miradas estar en presencia de un loco. Incluso algunos sin el menor recato lo indicaron con la típica señal giratoria alrededor de la sien. La excepción fue un borrachín, quien reprochándose el mundo de ignorancia y desinformación en el cual vivía, atribuyó la bizarra acción a que seguramente se celebraba el día internacional del perro.
Ya en la empresa, antes de entrar a su oficina prefirió desembarazarse lo antes posible de su encomienda. Pero al abrir la puerta de la gerencia respectiva sufrió una breve decepción, pues, su inmediato superior no estaba presente. No obstante, pensó que muy bien podría ahorrarse ser testigo de los sucesivos y degradantes colores que sin lugar a dudas conmocionarían el rostro del jefe. Sin perder el aplomo, despejó de otros papeles el escritorio y centró con mirada milimétrica el sobre en el mismo; luego salió rumbo a su oficina con la firme intención de recoger sus pertenencias. Las ínfulas le duraron poco, porque en el trayecto alguien lo detuvo para darle una noticia que lo desconcertó.
—¿Ya te enteraste?
—¡ No! ¿De qué?
—¡No lo sabes!
—¡No! ¿Qué sucede?
—Despidieron al Dr. Cadenas.
Sin esperar la extensión del chisme, dio un paso en redondo y regresó a la oficina de donde minutos había salido. Una vez allí, tomó el sobre y salió sin guardarlo. Pese a encontrarse algo defraudado, se dio ánimos al pensar que el inconveniente era fácil de solventar: bastaría con cambiar el nombre del destinatario. De repente, alguien le apretó el hombro mientras le decía:
—¡Meléndez! que bueno encontrarlo, vengase conmigo, tenemos que hablar.
Abraham justo hablaba con el que pensó sería el futuro destinatario de su renuncia, el encargado de la vicepresidencia técnica. Al unísono de sus pasos llegó a la oficina de éste.
Hacía algún tiempo la idea de renunciar estaba presente en la mente de Abraham; sólo que de una materia inerte. Igual a esas cosas guardadas per se en una gaveta y cuyo único placer y gusto consiste en saber que existen. Un día, mientras se recreaba en la literatura, se topó con un pensamiento del filosofo J. J. Rousseau: “El ser humano nace como noble salvaje y es corrompido por la civilización”. De inmediato se sintió señalado por el dedo acusador del filosofo, que como un rayo lo sacudió en lo más intimo de su ser, removiendo sentimientos insospechados. Después, además de prometerse no seguir formando parte de ese grupo de indignos civilizados, la oportuna ración filosófica también sirvió para que como una levadura, su renuncia desbordara los cautivos cajones de su conciencia.
Abraham se desempeñaba como jefe de un departamento de indemnizaciones en una empresa de seguros, y a pesar de discrepar con la particular política de la empresa, cumplía fielmente con ella. Pensaba que los principios elementales que dieron luz y origen a la razón social de estas empresas, eran interpretadas de forma caprichosa y muy subjetiva por parte de sus altos ejecutivos. Proceder que por cierto de acuerdo a sus relaciones con el medio, no era el común denominador. No obstante, la fidelidad y la lealtad significaban condiciones fundamentales de todo buen empleado. En el diario cumplimiento de sus funciones, y en beneficio de la empresa, analizaba e interpretaba con el ojo de una lupa, cada letrita estampada en las cláusulas de sus pólizas. Se sumaba a la anterior inquietud, el tener que entenderse con un jefe cuya incapacidad debía asistir continuamente.
El vicepresidente, después de invitarlo a tomar asiento, esbozando una sonrisa meliflua, como la de quién se propone ofertar a un títere, le dijo:
—Como se habrá enterado, nos hemos visto en la obligación de prescindir del Doctor Cadenas. Usted mejor que nadie, conoce las razones. Ahora bien, siendo usted la persona más idónea para sustituirlo, me complace participarle que a partir de hoy queda nombrado para asumir el cargo.
Mientras escuchaba las primeras palabras, Abraham aún maquinaba en pos de la renuncia. Sin preocuparse por atender al jefe, apoyó la renuncia en la tapa del maletín e hizo lo mejor que pudo las debida corrección. El vicepresidente, entre adulancias y alabanzas, continuó diciendo:
—Para nadie es un secreto que las gratificantes cifras con las cuales cerramos el año en esa área, es obra suya —algo Inquieto al verificar que Abraham no le prestaba la debida atención—. ¡Fíjese!; la prueba está a la vista, es sorprendente como ni siquiera en un momento tan importante como este, usted deja de trabajar.
De inmediato paso a informarle sobre el nuevo sueldo, el cual por cierto doblaba al actual. Bonos extras, premios y demás beneficios robustecieron con su tintineo metálico la oferta. Cuando se produjo el fuerte apretón de manos que puso fin a la conversación, el sobre con la renuncia reposaba en la oscura horizontalidad del maletín. Más tarde, no pasaba de ser despreciables rectangulitos en el fondo de una papelera. Tal cual lo había previsto, Abraham pasó por su oficina a recoger sus pertenencias, pero para trasladarlas a una más elegante y mejor acondicionada.
Ya en casa, Magali al enterarse de la buena nueva, repentinamente olvidó los extraños presentimientos que durante todo el día la embargaron. Devolviéndole el caluroso abrazo que le mezquinó por la mañana, le dijo:
—Lo sabia, lo sabía mi amor, yo sabia que algo bueno te traías entre manos.
También Juancito, quien algo retirado miraba las retozonas expresiones conyugales se acercó, y tras llevar del brazo a su padre hasta la computadora, abrió una caja llena de videos que guardaba con recelo. Guiñándole un ojo con encubridora complicidad le dijo:
—Papá, cuando quieras, están a tu disposición.
—No hijo, te lo agradezco mucho, pero yo no pierdo el tiempo en esas tonterías.
Juan no pudo evitar pensar que posiblemente su madre sufría de cierto trastorno imaginativo, cuando lo alertó sobre la nueva manera de entretenerse su padre.
Propiciada por la triste mirada de un cliente, que la memoria le devolvía nítida y repetidamente, y donde se traducía la desolación que le causaba haber perdido su negocio a consecuencia de un incendio, Abraham volvió a plantearse la renuncia; tan olvidada, que en torno a ella ya se había instalado todo un telar arácnido.
El cliente, olvidándose de los orgullosos modos que ensoberbecen al hombre cuando con sobradas razones exige sus derechos, prefirió adoptar una posición sumisa y suplicante, cuando le dijo: “Ayúdeme amigo, esa póliza es lo único que tengo”. Confiado en sus conocimientos profesionales, Abraham le prometió ayudarlo. Para Abraham cabía la posibilidad de un entendimiento beneficioso para el asegurado, pero al plantearlo en comité, fue rechazado. Luego, como otras veces le había tocado hacerlo, amparándose en una cara dura le participó al infortunado comerciante la negativa de la empresa. Posteriormente se enteró de su suicidio.
Esta vez la renuncia no pasaba del modelo tradicional: cuatro líneas. Salió como un bólido e irrumpió en forma desaforada en la oficina de su superior. Pero como en ese momento el vicepresidente hablaba por teléfono, debió sentarse y esperar. Casualmente, el celular de Abraham también repicó:
—¡Si! ¿Dime Magali?
—Abraham, estoy saliendo de la clínica con el resultado.
Abraham había olvidado la conversación sostenida con Magali, referente a cierto atraso que la tenía bastante nerviosa. Le había comentado que ese día saldría de dudas.
—¿Qué resultado?
—¿Cómo que qué resultado?, que estoy embarazada, chico.
—Abraham permaneció mudo por instantes, por lo que Magali debió preguntarle:
—¿Me escuchaste?
—Si, si, te escuche.
—¿Entonces? no dices nada, ¿Te comieron la lengua los ratones?
—En la casa hablamos Magali, ahorita me encuentro muy ocupado.
Abraham quiso agregar algo más para dispensar la frialdad con la cual había recibido la noticia, pero al otro lado la comunicación fue cortada intempestivamente. Magali, desconcertada por la inesperada reacción de su marido, pulsó el botón de apagado con tal furia que casi lo desfonda.
En el anonadamiento Abraham permitió que el jefe le sacara ventaja.
—Meléndez, que casualidad! voy a pensar que realmente existe la telepatía, porque justamente estaba pensando en ti. Necesito ausentarme por unos días y debo ponerte al tanto de algunos asuntos importantes que sólo tú sabrías atender.
Abraham pidió la palabra, pero sin contundencia. El jefe sin percatarse de ello se aferró en los detalles de su ausencia. Mientras, a Abraham la novedad familiar en palabras de Magali empezó a darle vueltas en la cabeza. Simultáneamente la renuncia empezó a girar en su puño hasta quedar reducida a una compacta y estéril bolita de papel. Antes de irse:
—¡Por cierto Meléndez!, tuve la impresión de que me traía algo.
—¡Ah no nada!. Solo que venía distraído y me equivoqué de oficina.
Cuando abandonó la oficina, cerró los ojos y para sacudirse los recuerdos que lo atormentaban, se dijo:
: —Al diablo contigo viejo, yo no tengo la culpa de que te hayas volado los sesos.
—Bueno Abraham, Ojalá tengas razón y cuando regrese del viaje te encuentre renovado.
Magali se despedía de Abraham. Habían decidido que ella tomaría unas vacaciones para darle la oportunidad de liberar las tensiones que lo agobiaban.
En una etapa donde la superstición jugaba un papel importante, Abraham pensó que el ambiente de la empresa ejercía una mala influencia sobre él, y que seguramente fuera del perímetro laboral, las cosas serían diferentes.
Era sábado y estaba a la espera de una invitación muy especial. En una esquina de una mesa del salón, sobresalía el sobre con su renuncia.
Mas allá de las relaciones laborales, Abraham y el vicepresidente habían entablado una buena amistad, por lo que éste aceptó de buen agrado compartir ese día con él.
La reunión se desarrollaba viento en popa en cuanto a cordialidad y buen humor; animada además por repetidos escoceses. Candentes y variados temas afines a los dos, multiplicaron la afectividad del intercambio; incluso el invitado lamentó que sus respectivas familias no formaran parte de tan agradable reunión. De repente, Abraham decidió acabar con la farsa, y como si no fuera la misma persona con quien segundos antes estuviese compartiendo cordialmente, le entregó el sobre con mucha seriedad.
—¿Qué es esto Abraham?
—Mi renuncia.
—¿Tu qué?
—Mi renuncia. —le repitió Abraham con firmeza.
—¿Explícate? por favor
Abraham se destapó en una retahíla descalificaciones y acusaciones que daban mucho que pensar de parte de quien las recibiera. Casos ejemplares, donde creyó que su buen criterio profesional había sido manipulado, también salieron a relucir con lujo de detalles.
Al suponer que todo era asunto de palos, después de guardarla en el bolsillo interior de su chaqueta, éste le hizo saber:
—Estoy seguro que mañana cuando recobres el juicio te arrepentirás: pero te advierto, para entonces será demasiado tarde.
—No te quepa la menor duda que tanto ahora como cuando la redacté, he estado en el buen uso de mis facultades.
Como era de esperarse en la despedida la cortesía y las buenas maneras que adornan el trato social, brillaron por su ausencia. Sin embargo, Abraham al observar que éste se tambaleaba caminando, para preservarle la vida se atrevió aconsejarle:
—Si dejaste el vehículo en el estacionamiento de enfrente, te recomiendo cruces la avenida con mucho cuidado, ese cruce es muy peligroso.
Una vez solo, y sintiéndose vencedor de los pronósticos del filósofo, Abraham se disponía a consumir a manera de brindis el resto del whisky cuando el ruido de un frenazo seguido de un golpe seco, lo contuvo.
Cuando llegó al lugar, algunas personas rodeaban el cadáver. Ante la evidente relación que demostró tener con el arrollado, alguien se le acercó y le dijo:
—Tenga, creo que la llevaba entre sus manos cuando lo atropellaron.
Abraham, con la mirada fija y estupefacta al observar las múltiples manchitas rojas que pintaban su renuncia, la sintió igualmente moribunda.
Al día siguiente con otra perspectiva de ascenso en puerta, un pensamiento diferente justificó su definitiva permanencia en la empresa. Una manera de pensar que lo excusaba ante el eco de su primitiva esencia, y lo acomodaba en su condición de hombre vulgar y corriente. Al punto de satirizar la filosofía, cuando afirmó: “La filosofía tiene su semejanza con el diablo, que lo que sabe, lo sabe por vieja”
La frase se le escapaba de manera involuntaria a Abraham Meléndez; quizás empujada por el incontenible alborozo que la misma le producía.
—¿Que dijiste, mi amor, no entiendo? —Rezongó Magali, su esposa, quien al no obtener respuesta la incorporó al menú de rarezas que ese día había notado en su marido.
Abraham agradeció a la suerte que su esposa no gozara de un oído fino, pues de haber entendido la indiscreta revelación, habría cambiado para ambos la relajante función nocturna. Procurando en adelante ser mejor guardián de su lengua suelta, le dio una vuelta a la almohada y después de palmearla unas cuantas veces, la deslizó por entre la curvatura de su cuello. Recurrentes artificios que usaba generalmente sin que le aportaran ninguna ganancia o calidad a su sueño, pero que lo entretenían.
Sin embargo esa noche fue diferente, porque bastaron unos minutos para dispersar los últimos residuos de una recurrente vigilia. Un ronquido sibilante inauguró el despegue onírico. Al lado, su compañera, a pesar de haberle importunado el suyo, lo recibió con beneplácito. Sabía que esa ruidosa manera de expresar su paz, también se llevaba consigo las sucesivas y molestas pataditas parientes de sus desvelos.
Antes de esto, Abraham había consumido unas cuantas horas frente al computador, el motivo: la redacción de la renuncia a su trabajo. En una especie de purga, produjo un número de páginas tan abusado, que más parecía la carta de un novio resentido que la sencillez requerida para este tipo de misivas. Pero no le importaba, porque sólo así, se aseguraba la absoluta y resoluta separación con la empresa. Ninguno de los allí nombrados, después de leer tan aseverados y deshonrosos señalamientos, tendría el buen humor como para pedirle la reconsideración; y precisamente en la escala de mando no dejó afuera ni al más encumbrado.
Introducirla en el sobre requirió de cierta pericia, pues su extravagante volumen lo dificultaba. Con la ayuda de una regla presionó los bordes y fue entonces cuando pensó que se le había ido la mano.
Mientras estuvo en esos quehaceres, debió enfrentar el asedio manifestado por Magali. A ella le extrañaba bastante verlo pasar tantas horas en un área que era de uso exclusivo de Juan, el hijo de ambos. Hecha la bartola y en busca de pesquisas, se dejó caer varias veces por ahí.
Abraham, para despistar el acoso investigador perfeccionó algunas técnicas. Apenas escuchaba sus pasos, hábil y expedito con el mouse, cerraba la imagen comprometedora y abría un laborioso juego de cartas. Para darle más credibilidad a su teatro, ponía cara de jugador empedernido. Pero en una de esas tantas incursiones, Magali no pudo contenerse y le preguntó:
—¡Qué haces?
—¿No estás viendo mujer?, jugando cartas —Le dijo Abrahán con un tono molesto.
—No me digas que ahora te va a dar por eso.
—¡Pero bueno chica! ¿Qué tiene?, estate quieta, no seas tan envidiosa. Estos juegos son recomendables para aliviar las tensiones.
—¡Siii! Bueno, aprovecha que no está Juancito, porque cuando llegue, se te acaba la sesión terapéutica.
Convencida por la sobresaliente representación de Abraham de que sólo se trataba de un inofensivo pasatiempo, resolvió dejarlo en paz y no seguir husmeando.
Abraham consideraba inconveniente por ahora, participarle la arriesgada decisión, pues no quería que le pesara la confidencia. Aún tenía muy presente la reciente conversación que tuvo con ella cuando de una manera vaga le asomó el asunto y ésta muy alterada y sorprendida lo atajo, diciendo: “¿Qué dijiste? ¿Tú como que perdiste el juicio? Con lo difícil que están los empleos hoy en día y tú botando uno tan bueno por la ventana. ¡No chico qué va!, mejor déjale esos brincos a los chivos”
Oírla repetir tales expresiones era arriesgarse a que se le arrugara una decisión tan sólida, que usada como armamento bélico en la era secundaria, hubiera podido derribar a todo un parque jurásico.
El nuevo día le abrió las puertas algo tarde. Aunque Abraham vibraba en ánimo y vitalidad, la premura no formaba parte de ese festín de endorfinas. Mientras bostezaba frente al espejo, el cual calcaba cada línea de sus treinta y nueve años, como si se cayera a mimos se palpó repetidas veces la barba que llevaba estilo candado. Siendo de un carácter tan meticuloso, este estilo le daba un particular goce. La tarea de afeitarse era todo un ritual con la medida y la simetría. Sin embargo, ese día, después de mucho estirar y torcer el cuello de izquierda a derecha para chequear el crecimiento piloso, desestimó todo trato con la maquina afeitadora.
La despedida con Magali estuvo fuera de serie. El travieso modo de besarla, así como el asfixiante y desmedido abrazo, la hizo sentirse como un monigote; Intuía que ella no formaba parte de esa alegría en la cual más bien le parecía que había gato encerrado. Por los momentos, no le quedó otro recurso que librarse del apabullante remezón, diciéndole:
—¡Abraham, chico, ten cuidado que me raspas con tu barba.
Durante el recorrido que se suponía lo llevaría al último día de trabajo, de cuando en cuando descuidaba la atención del manejo para recrear la vista en el portafolio dejado en el asiento de la derecha. Y aunque en su interior no guardara ninguna joya medida en quilates, ante sus aojos relucía como un cofre palaciego. Para él tenia un valor más estimable: tenía un valor estrictamente humano.
Una vez estacionado su automóvil, aconteció un hecho que en otras circunstancias hubiera podido calificarse de trivial o insignificante. No obstante, dado al estado de permeabilidad emocional en el que se encontraba, le permitió exprimirse un poco el empapamiento.
En actitud velante, un perro jadeaba su hambruna frente a la clientela de un vendedor de perros calientes. La rápida desaparición del largurucho alimento en boca de quienes en forma atorada lo consumían, requería que el animal moviera la cabeza repetidamente de cliente en cliente. De repente, un empalagoso baño producto de los restos de una colita, mecanismo usado con frecuencia por el dueño para espantar los asiduos tocayos de su negocio, lo alejó del lugar.
Abraham, al ver la escena, en vez de seguir de largo se detuvo en el lugar. Sacando de la billetera el pago, requirió una docena con doble ración de salchichas. El vendedor al suponer que el cuantioso pedido no sería consumido de inmediato, por demás le preguntó:
—¿Para llevar?
—No, para comer aquí.
Más pendiente de atender la cuantiosa venta que de los pecados capitales relacionados con la gula, el vendedor no le dio importancia a la extravagante respuesta.
Cuando sobre el pequeño mostrador la hilera del alimento completaba la cifra solicitada, Abraham los juntó bastamente con las manos y buscó al flacuchento callejero que a unos metros aguardaba con paciencia se olvidaran de él, para regresar y seguir comiendo a fuerza de la imaginación.
Después de acariciarlo varias veces, Abraham se los fue ofreciendo pacientemente uno a uno. Los observadores limitaron su sorpresa conviniendo entre si con las miradas estar en presencia de un loco. Incluso algunos sin el menor recato lo indicaron con la típica señal giratoria alrededor de la sien. La excepción fue un borrachín, quien reprochándose el mundo de ignorancia y desinformación en el cual vivía, atribuyó la bizarra acción a que seguramente se celebraba el día internacional del perro.
Ya en la empresa, antes de entrar a su oficina prefirió desembarazarse lo antes posible de su encomienda. Pero al abrir la puerta de la gerencia respectiva sufrió una breve decepción, pues, su inmediato superior no estaba presente. No obstante, pensó que muy bien podría ahorrarse ser testigo de los sucesivos y degradantes colores que sin lugar a dudas conmocionarían el rostro del jefe. Sin perder el aplomo, despejó de otros papeles el escritorio y centró con mirada milimétrica el sobre en el mismo; luego salió rumbo a su oficina con la firme intención de recoger sus pertenencias. Las ínfulas le duraron poco, porque en el trayecto alguien lo detuvo para darle una noticia que lo desconcertó.
—¿Ya te enteraste?
—¡ No! ¿De qué?
—¡No lo sabes!
—¡No! ¿Qué sucede?
—Despidieron al Dr. Cadenas.
Sin esperar la extensión del chisme, dio un paso en redondo y regresó a la oficina de donde minutos había salido. Una vez allí, tomó el sobre y salió sin guardarlo. Pese a encontrarse algo defraudado, se dio ánimos al pensar que el inconveniente era fácil de solventar: bastaría con cambiar el nombre del destinatario. De repente, alguien le apretó el hombro mientras le decía:
—¡Meléndez! que bueno encontrarlo, vengase conmigo, tenemos que hablar.
Abraham justo hablaba con el que pensó sería el futuro destinatario de su renuncia, el encargado de la vicepresidencia técnica. Al unísono de sus pasos llegó a la oficina de éste.
Hacía algún tiempo la idea de renunciar estaba presente en la mente de Abraham; sólo que de una materia inerte. Igual a esas cosas guardadas per se en una gaveta y cuyo único placer y gusto consiste en saber que existen. Un día, mientras se recreaba en la literatura, se topó con un pensamiento del filosofo J. J. Rousseau: “El ser humano nace como noble salvaje y es corrompido por la civilización”. De inmediato se sintió señalado por el dedo acusador del filosofo, que como un rayo lo sacudió en lo más intimo de su ser, removiendo sentimientos insospechados. Después, además de prometerse no seguir formando parte de ese grupo de indignos civilizados, la oportuna ración filosófica también sirvió para que como una levadura, su renuncia desbordara los cautivos cajones de su conciencia.
Abraham se desempeñaba como jefe de un departamento de indemnizaciones en una empresa de seguros, y a pesar de discrepar con la particular política de la empresa, cumplía fielmente con ella. Pensaba que los principios elementales que dieron luz y origen a la razón social de estas empresas, eran interpretadas de forma caprichosa y muy subjetiva por parte de sus altos ejecutivos. Proceder que por cierto de acuerdo a sus relaciones con el medio, no era el común denominador. No obstante, la fidelidad y la lealtad significaban condiciones fundamentales de todo buen empleado. En el diario cumplimiento de sus funciones, y en beneficio de la empresa, analizaba e interpretaba con el ojo de una lupa, cada letrita estampada en las cláusulas de sus pólizas. Se sumaba a la anterior inquietud, el tener que entenderse con un jefe cuya incapacidad debía asistir continuamente.
El vicepresidente, después de invitarlo a tomar asiento, esbozando una sonrisa meliflua, como la de quién se propone ofertar a un títere, le dijo:
—Como se habrá enterado, nos hemos visto en la obligación de prescindir del Doctor Cadenas. Usted mejor que nadie, conoce las razones. Ahora bien, siendo usted la persona más idónea para sustituirlo, me complace participarle que a partir de hoy queda nombrado para asumir el cargo.
Mientras escuchaba las primeras palabras, Abraham aún maquinaba en pos de la renuncia. Sin preocuparse por atender al jefe, apoyó la renuncia en la tapa del maletín e hizo lo mejor que pudo las debida corrección. El vicepresidente, entre adulancias y alabanzas, continuó diciendo:
—Para nadie es un secreto que las gratificantes cifras con las cuales cerramos el año en esa área, es obra suya —algo Inquieto al verificar que Abraham no le prestaba la debida atención—. ¡Fíjese!; la prueba está a la vista, es sorprendente como ni siquiera en un momento tan importante como este, usted deja de trabajar.
De inmediato paso a informarle sobre el nuevo sueldo, el cual por cierto doblaba al actual. Bonos extras, premios y demás beneficios robustecieron con su tintineo metálico la oferta. Cuando se produjo el fuerte apretón de manos que puso fin a la conversación, el sobre con la renuncia reposaba en la oscura horizontalidad del maletín. Más tarde, no pasaba de ser despreciables rectangulitos en el fondo de una papelera. Tal cual lo había previsto, Abraham pasó por su oficina a recoger sus pertenencias, pero para trasladarlas a una más elegante y mejor acondicionada.
Ya en casa, Magali al enterarse de la buena nueva, repentinamente olvidó los extraños presentimientos que durante todo el día la embargaron. Devolviéndole el caluroso abrazo que le mezquinó por la mañana, le dijo:
—Lo sabia, lo sabía mi amor, yo sabia que algo bueno te traías entre manos.
También Juancito, quien algo retirado miraba las retozonas expresiones conyugales se acercó, y tras llevar del brazo a su padre hasta la computadora, abrió una caja llena de videos que guardaba con recelo. Guiñándole un ojo con encubridora complicidad le dijo:
—Papá, cuando quieras, están a tu disposición.
—No hijo, te lo agradezco mucho, pero yo no pierdo el tiempo en esas tonterías.
Juan no pudo evitar pensar que posiblemente su madre sufría de cierto trastorno imaginativo, cuando lo alertó sobre la nueva manera de entretenerse su padre.
Propiciada por la triste mirada de un cliente, que la memoria le devolvía nítida y repetidamente, y donde se traducía la desolación que le causaba haber perdido su negocio a consecuencia de un incendio, Abraham volvió a plantearse la renuncia; tan olvidada, que en torno a ella ya se había instalado todo un telar arácnido.
El cliente, olvidándose de los orgullosos modos que ensoberbecen al hombre cuando con sobradas razones exige sus derechos, prefirió adoptar una posición sumisa y suplicante, cuando le dijo: “Ayúdeme amigo, esa póliza es lo único que tengo”. Confiado en sus conocimientos profesionales, Abraham le prometió ayudarlo. Para Abraham cabía la posibilidad de un entendimiento beneficioso para el asegurado, pero al plantearlo en comité, fue rechazado. Luego, como otras veces le había tocado hacerlo, amparándose en una cara dura le participó al infortunado comerciante la negativa de la empresa. Posteriormente se enteró de su suicidio.
Esta vez la renuncia no pasaba del modelo tradicional: cuatro líneas. Salió como un bólido e irrumpió en forma desaforada en la oficina de su superior. Pero como en ese momento el vicepresidente hablaba por teléfono, debió sentarse y esperar. Casualmente, el celular de Abraham también repicó:
—¡Si! ¿Dime Magali?
—Abraham, estoy saliendo de la clínica con el resultado.
Abraham había olvidado la conversación sostenida con Magali, referente a cierto atraso que la tenía bastante nerviosa. Le había comentado que ese día saldría de dudas.
—¿Qué resultado?
—¿Cómo que qué resultado?, que estoy embarazada, chico.
—Abraham permaneció mudo por instantes, por lo que Magali debió preguntarle:
—¿Me escuchaste?
—Si, si, te escuche.
—¿Entonces? no dices nada, ¿Te comieron la lengua los ratones?
—En la casa hablamos Magali, ahorita me encuentro muy ocupado.
Abraham quiso agregar algo más para dispensar la frialdad con la cual había recibido la noticia, pero al otro lado la comunicación fue cortada intempestivamente. Magali, desconcertada por la inesperada reacción de su marido, pulsó el botón de apagado con tal furia que casi lo desfonda.
En el anonadamiento Abraham permitió que el jefe le sacara ventaja.
—Meléndez, que casualidad! voy a pensar que realmente existe la telepatía, porque justamente estaba pensando en ti. Necesito ausentarme por unos días y debo ponerte al tanto de algunos asuntos importantes que sólo tú sabrías atender.
Abraham pidió la palabra, pero sin contundencia. El jefe sin percatarse de ello se aferró en los detalles de su ausencia. Mientras, a Abraham la novedad familiar en palabras de Magali empezó a darle vueltas en la cabeza. Simultáneamente la renuncia empezó a girar en su puño hasta quedar reducida a una compacta y estéril bolita de papel. Antes de irse:
—¡Por cierto Meléndez!, tuve la impresión de que me traía algo.
—¡Ah no nada!. Solo que venía distraído y me equivoqué de oficina.
Cuando abandonó la oficina, cerró los ojos y para sacudirse los recuerdos que lo atormentaban, se dijo:
: —Al diablo contigo viejo, yo no tengo la culpa de que te hayas volado los sesos.
—Bueno Abraham, Ojalá tengas razón y cuando regrese del viaje te encuentre renovado.
Magali se despedía de Abraham. Habían decidido que ella tomaría unas vacaciones para darle la oportunidad de liberar las tensiones que lo agobiaban.
En una etapa donde la superstición jugaba un papel importante, Abraham pensó que el ambiente de la empresa ejercía una mala influencia sobre él, y que seguramente fuera del perímetro laboral, las cosas serían diferentes.
Era sábado y estaba a la espera de una invitación muy especial. En una esquina de una mesa del salón, sobresalía el sobre con su renuncia.
Mas allá de las relaciones laborales, Abraham y el vicepresidente habían entablado una buena amistad, por lo que éste aceptó de buen agrado compartir ese día con él.
La reunión se desarrollaba viento en popa en cuanto a cordialidad y buen humor; animada además por repetidos escoceses. Candentes y variados temas afines a los dos, multiplicaron la afectividad del intercambio; incluso el invitado lamentó que sus respectivas familias no formaran parte de tan agradable reunión. De repente, Abraham decidió acabar con la farsa, y como si no fuera la misma persona con quien segundos antes estuviese compartiendo cordialmente, le entregó el sobre con mucha seriedad.
—¿Qué es esto Abraham?
—Mi renuncia.
—¿Tu qué?
—Mi renuncia. —le repitió Abraham con firmeza.
—¿Explícate? por favor
Abraham se destapó en una retahíla descalificaciones y acusaciones que daban mucho que pensar de parte de quien las recibiera. Casos ejemplares, donde creyó que su buen criterio profesional había sido manipulado, también salieron a relucir con lujo de detalles.
Al suponer que todo era asunto de palos, después de guardarla en el bolsillo interior de su chaqueta, éste le hizo saber:
—Estoy seguro que mañana cuando recobres el juicio te arrepentirás: pero te advierto, para entonces será demasiado tarde.
—No te quepa la menor duda que tanto ahora como cuando la redacté, he estado en el buen uso de mis facultades.
Como era de esperarse en la despedida la cortesía y las buenas maneras que adornan el trato social, brillaron por su ausencia. Sin embargo, Abraham al observar que éste se tambaleaba caminando, para preservarle la vida se atrevió aconsejarle:
—Si dejaste el vehículo en el estacionamiento de enfrente, te recomiendo cruces la avenida con mucho cuidado, ese cruce es muy peligroso.
Una vez solo, y sintiéndose vencedor de los pronósticos del filósofo, Abraham se disponía a consumir a manera de brindis el resto del whisky cuando el ruido de un frenazo seguido de un golpe seco, lo contuvo.
Cuando llegó al lugar, algunas personas rodeaban el cadáver. Ante la evidente relación que demostró tener con el arrollado, alguien se le acercó y le dijo:
—Tenga, creo que la llevaba entre sus manos cuando lo atropellaron.
Abraham, con la mirada fija y estupefacta al observar las múltiples manchitas rojas que pintaban su renuncia, la sintió igualmente moribunda.
Al día siguiente con otra perspectiva de ascenso en puerta, un pensamiento diferente justificó su definitiva permanencia en la empresa. Una manera de pensar que lo excusaba ante el eco de su primitiva esencia, y lo acomodaba en su condición de hombre vulgar y corriente. Al punto de satirizar la filosofía, cuando afirmó: “La filosofía tiene su semejanza con el diablo, que lo que sabe, lo sabe por vieja”
sábado, 6 de noviembre de 2010
LA HORA INCONTABLE
DING DONG DING DONG
Esas son las campanadas de mi reloj. Me indican que ha transcurrido un cuarto de hora más, pero com acabo de despertarme tengo mis dudas respecto a si son las siete y cuarto, o las ocho y cuarto. Tengo la excéntrica costumbre de levantarme sólo cuando anuncia la hora en punto; eso quiere decir que permaneceré otro buen rato en la cama. Levantarme a las ocho me permite andar pausada y remolona en el desenvolvimiento de mis labores cotidianas, ahora, si la siguiente hora se refiere a las nueve, entonces ando entre tropezones y carreritas tratando de estirar el tiempo. Aunque tengo todas las posibilidades para averiguarlo, prefiero mantener en vilo esa incertidumbre, pues forma parte de una expectativa que me divierte.
Como mi edad de pensionada me desligó de los rígidos horarios laborales, esta cómoda manera de iniciar el día compensa angustias pasadas; además de consentirme meditar en la acunada quietud del reposo. También, para evitar ser tentada por los visibles indicadores luminosos del entorno, evito abrir los ojos. Sin embargo ¡Que contrariedad la de hoy!, una molesta luz titilante se filtra a través de mis parpados. Seguro se me rodó la cobija, pues siento los pies congelados. Lo normal sería que hiciera un movimiento para cubrirlos, no obstante, una particular abulia me detiene. Es como si en lugar de mi acostumbrada cena, me hubiera embebido una jarra de pegamento. Si no fuera por ese tedioso murmureo proveniente de la calle, le daría más crédito a mis sueños. Bueno, hoy el éxito de mi caprichosa modalidad estará sujeto a esas novedades; Ignorarlas será un reto.
Me pregunto si mi esposo se despidió con su afectuoso “Chao mi amor, que tengas buen día”. Si lo hizo, debió conformarse con el implícito silencio de todo buen durmiente, porque no lo recuerdo. .
¡Que día el de ayer!, haberle comentado a mi hija sobre cierta molestia en el pecho, echaron por tierra todos mis planes. La atorada calificación de urgencia que le dio a mi malestar la pusieron en instantes de patitas en mi casa, como si hubiera viajado por un túnel de su exclusivo tránsito. Luego sacándome en volandas de la casa, me llevó directo para el hospital donde pasé casi todo el día más chequeada que ciudadano con pasaporte dudoso y de presunción terrorista. Es una pena, porque la novela que estoy leyendo quedó suspendida en su mejor momento. Pero en fin, tomando en cuenta el orden de las prioridades, la salud es lo primero. También tendré que posponer la invitación que mi amiga Nancy me hizo para tomarnos un café con galletitas. Está empeñada en estrenar conmigo unas tasitas de colección de las que hacía algún tiempo estaba enamorada. Paso muy buenos ratos con ella, pero confieso que debo hacer un trabajo hercúleo para distraer sus machacados comentarios sobre las enfermedades que la aquejan. Prácticamente vienen engomados con el saludo.
No soy persona de muchos amigos. En un respirar y soltar el aliento podría enumerarlos de corrido, y además sobrarme resuello. No porque sufra de misantropía ni nada por el estilo; más bien, la gente es tan importante para mí, que quizás ese sea el verdadero motivo. Estoy convencida: la reciprocidad de afectos, puros y desinteresados tal cual se define la amistad, no va de la mano con la cantidad. Es un hecho, cuando alguien se arruina o pierde fama, la cifra más afectada no es la financiera, sino la de los amigos.
Sin embargo tengo otra lista de amigos. No se tocan con la mano; tampoco son de carne y hueso; pertenecen a todos los tiempos; son de diferentes latitudes; tienen diversas culturas; forman parte de historias entre reales y de ficción; los hay héroes, villanos; nobles, aldeanos; locos y hasta como algunos humanos: cuerdos. Se tocan con el pensamiento, con la mirada, con la imaginación; Iluminan cada página impresa de un libro. Y en cuanto aburrirse, es palabra muerta cuando la creatividad del autor los hace brillar en acciones y peripecias. Incluso, algunos pasajes logran ser tan impresionables, que se quedan para siempre gravados en nuestros corazones.
.
DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG.
El grato sonido de este reloj, fue de las cosas que más atrajo mi atención: realzada además por la acústica de percusión que ex profeso conseguí cuando presuntuosa lo reacomodé uno de los salones de mi hogar. Figurativamente dirijo cada una de sus notas como un afiebrado director de orquesta. Otros he escuchado, cuya estridencia golpearon mis oídos.
Desde siempre, una extraña relación bordeando el abismo de la demencia me ata a este reloj. Un enigma del cual no he podido zafarme.
Todo comenzó cuando visité por primera vez la casa de mi suegra. Me llevé una gran sorpresa al notar su majestuosa presencia en un rinconcito de su pequeña sala: “No puede ser, usted tiene uno” —le dije emocionada— “Yo siempre he deseado tener un reloj de estos”. Ella, después de verificar el motivo del inusitado asombro, y dado a las copiosas preguntas indagatorias que siguieron a mi particular encantamiento, me refirió la historia.
Por ascendencia materna, el primer propietario fue su abuelo; adonde el mismo fue a parar por su conocida reputación de buen relojero. Según referencias transmitidas de viva voz, el dueño original fue sometido a un riguroso embargo que lo llevó a la ruina. El abuelo —y ésta es la parte vergonzosa de repetir— conocedor de la calidad y antigüedad del mismo, aprovechándose del infortunado caballero le ofreció una irrisoria suma de dinero por su obtención. La siguiente en poseer la no muy honestamente adquirida herencia, fue la mamá de mi suegra, quien a su muerte lo dejó entre un variado y deslucido mobiliario. La hija mayor, encargada por acuerdos familiares de la liquidación patrimonial lo quiso vender, pero mi suegra, movida por un impulso sentimental lo rescató de las ambiciones monetarias de su hermana y se lo llevó para su casa.
No era la primera vez que yo sufría esos extraños estados de idolatría por ese tipo de relojes. Otra fue en casa de una señora muy seria y espigada, mamá de una amiga mía. La señora, molesta por mi irrefrenable interrogatorio, donde llegué al colmo de preguntarle el precio, me atajó con un tono no muy delicado diciendo: “señorita por favor, ese reloj no está a la venta”.
En las sucesivas visitas a casa de mi suegra, mis insinuaciones sobre la futura posesión llegaron a proporciones extremas. Sin considerar que para ello debía acontecer la muerte de mi suegra, me proclamé a los cuatro vientos como su única heredera; lo cual por cierto, me hizo merecedora de un extravagante pelón de ojos por parte de quien para entonces era mi novio.
Con el correr del tiempo mi insistencia rindió los frutos esperados. Quizá mi suegra sabiamente quiso asegurarse una vida mas larga al tomar dicha decisión, pues, cuando me casé, me llevé la gratísima sorpresa de encontrar la ansiada y antigua reliquia apoyada en una pared de la sala. Desde entonces, erguido y con la altivez que reviste a un emperador, campanea en mi hogar su continuo y solemne vals.
Aun hoy valoro el noble gesto de desprendimiento por parte de mi suegra, pues razones me sobran para pensar cuanto le costó. Sentí como si le hubiese arrebatado su máquina del tiempo. Bastaba con observar como se le iluminaba el rostro de pura delectación cuando remitía su historia. Pero el cargo de conciencia me duró poco, porque la alegría fue mayor. Tan alta estima le tenía ella, que junto con el reloj, también llegó todo un rosario de recomendaciones. Igual que una madre entrega a su hijo al cuidado de otros por razones forzosas, ella quiso asegurarse del bienestar del suyo cuando nos dijo: “Cuídenlo mucho, miren que tiene muchos años conmigo y está como nuevo, además es de caoba pura”. Yo me pregunté si también los fabricaban de caoba impura.
Hasta el sol de hoy, como buena madre adoptiva que intuye el llanto de la otra, he seguido al pie de la letra sus recomendaciones. Ninguna otra persona ha manipulado la llave de su cuerda. En mi ausencia, no permito que nadie lo manipule. Incluso, en cuanto a los productos recomendados para su limpieza y pulimento, conservo las mismas marcas.
La pequeña catedral en la que cada cuarto de hora se convierte mi hogar, no siempre fue bien recibida. Más de una vez debí defenderla como una leona: “Como puedes soportar ese ruido tan seguido y estruendoso”, me dijo una vez una amiga; quien a mis alegatos se atrevió a preguntarme de dónde venía la parentela. Sólo el buen juicio y nuestra vieja amistad frenaron la cachetada. Otros roces he tenido. Mi esposo, fastidiado al observar con cuanta delicadeza y detenimiento le pasaba el paño para pulirlo, lo calificó de manoseo fetichista, afirmándome que lo acariciaba mejor que a él.
Por cierto, la reunión armada por la vecindad se ha tornado más frenética y numerosa. Los oigo muy cerca de mi ventana. Bueno, al menos son moderados con respecto al tono de su voz; más bien parece que cuchichean entre si.
.
DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG.
Allí están nuevamente, recordándome que el tiempo de mi vagancia se agota. Mi inmovilidad se ha hecho tan perniciosa, que pareciera que un hormigueo de origen antropófago amenaza con devorarme. Supongo se me pasará apenas ponga un pie en el piso.
Profundizar sobre la utilidad de este instrumento, es otra de mis locuras. Me intriga pensar como ésta correlativa cadena de temporalidades rige con tanto acierto y austeridad el devenir humano; siendo muchos los que por repicarles muy duro la obligación en el oído, han salido con furia disparados por los aires de la mano del acosado..
Yo los comparo con una oficiosa bordadora, donde la vida de las personas es la materia prima; la madeja con cuyos hilos teje y estampa una variada trama de vivencias. Para unos son punto de cruz; para otros punto atrás; para los más afortunados, estrellas y brillantes soles. Así, entre otras figuras, también adorna el diario vivir con flores y flamantes corazones. Segundos, minutos y horas, pasan por la punta de sus finas manecillas para finalmente rematar con la gran obra llamada día.
No es por nada, pero el mío no es un reloj cualquiera; es especial. Y no porque yo sea pulpera y ese sea mi queso. Tomando en cuenta el tiempo que ha transcurrido desde aquella remota reparación que lo puso en mi camino, ha sido casi un siglo de peregrinar. Quizás, a eso se deba la secuencia de misterios que forman parte de sus cualidades.
Algunas veces, seducida por la oscilación cronométrica de su plateado y brillante péndulo donde se refleja mi imagen atormentada y alucinada, me he sentido atrapada y transportada a su interior. Encarcelada en esa pequeña capilla, tras el vitral biselado enmarcado en su puerta, una especie de sortilegio me ha hecho testimoniar un variado e insólito trajinar humano, robados quizá de vidas pasadas en sus momentos más cruciales. Como si por la simple razón de haber acompasado con su palpitante tic tac, uno tras otro, cada uno de sus de esos instantes que constituyeron su mundo, tuviera además el derecho de apropiarse de parte de ellos. De cada resquicio, de cada rincón, de cada ranura, de cada recóndita grieta; siento escaparse inquietantes voces, apasionados suspiros, quejidos, toses agónicas, risas, gritos, golpes de puertas, muebles rodados y hasta pisadas apresuradas. Y por sí fuera poco, también me he sentido acosada por espectrales y frías sombras que se atrevieron a rozar mi erizada piel. Liberada del influjo que me retuvo en ese pavoroso y diminuto poblado fantasmal, he relacionado otros hechos.
No ha sido por casualidad, que estando la familia reunida celebrando una buena noticia o acontecimiento importante, en el momento más cálido, él se hace partícipe del festejo. En unos decibeles no habituales, consigue atraer nuestra atención con los melodiosos encantos de su sonería.
Vivir este mundo de experiencias mágicas concibe cualquier idea por muy absurda y descabellada que parezca; como la del cantante aquel con apellido de felina doméstica, cuando pone en manos de un reloj, cual rémora, las riendas del tiempo, sin importarle que por caprichos de un amor paralizara a toda la humanidad.
Esto lo digo porque entre las pródigas rarezas de mi reloj, hay una que guarda mucha semejanza con esa astronómica solicitud. Puedo asegurar sin temor a equivocarme, que estando en situaciones difíciles me ha estirado y hasta reducido el tiempo, con tal de darle gusto a mis convenientes exigencias. Otra circunstancia que da fe a nuestro vínculo, y al poder que sobre mí ejerce, lo constituye el hecho de que a pesar de encontrarme en lugares lejanos he escuchado el eco de sus campanadas.
¡Que agradable aroma a rosas! Deben ser las rosas de mi vecina, es su pasión, le dedica horas enteras a su cuidado. Aunque, ¡que extraño!, también percibo el aroma de claveles y malabares, y que yo sepa de esas no tiene.
¡Caramba!, si no estuviera segura de que a estas horas, tanto mis hijos, como mi esposo deben encontrarse ya en sus trabajos, juraría que se sumaron a la reunioncita con matices de jolgorio. Algunas palabras sueltas como: “si ella hubiera…” “ella me dijo…”, “ella fue…”, me indican que el centro de la novedad es una mujer. ¡Pobre!, no quisiera estar en su pellejo. ¿Y esa voz? Se parece a la de mi amiga Nancy; ¿pero por qué tan ronca y compungida?
.
DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG. DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG.
¿Pero qué sucede? ¿Qué hora es esa? ¿Por qué las siento repicar tan increiblemente cerca de mis oídos? ¡Tan cerca…como si mi alma… le perteneciera!
DANG DANG DANG…
Entre una nutrida concurrencia, alguien comentó:
—Marian, yo sé que no es el momento apropiado para hablar de estas cosas, pero quisiera que le recordaras a tu padre la petición que me hizo la señora Eloisa en cuanto a que me encargara de su reloj cuando ella no estuviera. Siempre he sentido un particular aprecio por ese reloj.
Esas son las campanadas de mi reloj. Me indican que ha transcurrido un cuarto de hora más, pero com acabo de despertarme tengo mis dudas respecto a si son las siete y cuarto, o las ocho y cuarto. Tengo la excéntrica costumbre de levantarme sólo cuando anuncia la hora en punto; eso quiere decir que permaneceré otro buen rato en la cama. Levantarme a las ocho me permite andar pausada y remolona en el desenvolvimiento de mis labores cotidianas, ahora, si la siguiente hora se refiere a las nueve, entonces ando entre tropezones y carreritas tratando de estirar el tiempo. Aunque tengo todas las posibilidades para averiguarlo, prefiero mantener en vilo esa incertidumbre, pues forma parte de una expectativa que me divierte.
Como mi edad de pensionada me desligó de los rígidos horarios laborales, esta cómoda manera de iniciar el día compensa angustias pasadas; además de consentirme meditar en la acunada quietud del reposo. También, para evitar ser tentada por los visibles indicadores luminosos del entorno, evito abrir los ojos. Sin embargo ¡Que contrariedad la de hoy!, una molesta luz titilante se filtra a través de mis parpados. Seguro se me rodó la cobija, pues siento los pies congelados. Lo normal sería que hiciera un movimiento para cubrirlos, no obstante, una particular abulia me detiene. Es como si en lugar de mi acostumbrada cena, me hubiera embebido una jarra de pegamento. Si no fuera por ese tedioso murmureo proveniente de la calle, le daría más crédito a mis sueños. Bueno, hoy el éxito de mi caprichosa modalidad estará sujeto a esas novedades; Ignorarlas será un reto.
Me pregunto si mi esposo se despidió con su afectuoso “Chao mi amor, que tengas buen día”. Si lo hizo, debió conformarse con el implícito silencio de todo buen durmiente, porque no lo recuerdo. .
¡Que día el de ayer!, haberle comentado a mi hija sobre cierta molestia en el pecho, echaron por tierra todos mis planes. La atorada calificación de urgencia que le dio a mi malestar la pusieron en instantes de patitas en mi casa, como si hubiera viajado por un túnel de su exclusivo tránsito. Luego sacándome en volandas de la casa, me llevó directo para el hospital donde pasé casi todo el día más chequeada que ciudadano con pasaporte dudoso y de presunción terrorista. Es una pena, porque la novela que estoy leyendo quedó suspendida en su mejor momento. Pero en fin, tomando en cuenta el orden de las prioridades, la salud es lo primero. También tendré que posponer la invitación que mi amiga Nancy me hizo para tomarnos un café con galletitas. Está empeñada en estrenar conmigo unas tasitas de colección de las que hacía algún tiempo estaba enamorada. Paso muy buenos ratos con ella, pero confieso que debo hacer un trabajo hercúleo para distraer sus machacados comentarios sobre las enfermedades que la aquejan. Prácticamente vienen engomados con el saludo.
No soy persona de muchos amigos. En un respirar y soltar el aliento podría enumerarlos de corrido, y además sobrarme resuello. No porque sufra de misantropía ni nada por el estilo; más bien, la gente es tan importante para mí, que quizás ese sea el verdadero motivo. Estoy convencida: la reciprocidad de afectos, puros y desinteresados tal cual se define la amistad, no va de la mano con la cantidad. Es un hecho, cuando alguien se arruina o pierde fama, la cifra más afectada no es la financiera, sino la de los amigos.
Sin embargo tengo otra lista de amigos. No se tocan con la mano; tampoco son de carne y hueso; pertenecen a todos los tiempos; son de diferentes latitudes; tienen diversas culturas; forman parte de historias entre reales y de ficción; los hay héroes, villanos; nobles, aldeanos; locos y hasta como algunos humanos: cuerdos. Se tocan con el pensamiento, con la mirada, con la imaginación; Iluminan cada página impresa de un libro. Y en cuanto aburrirse, es palabra muerta cuando la creatividad del autor los hace brillar en acciones y peripecias. Incluso, algunos pasajes logran ser tan impresionables, que se quedan para siempre gravados en nuestros corazones.
.
DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG.
El grato sonido de este reloj, fue de las cosas que más atrajo mi atención: realzada además por la acústica de percusión que ex profeso conseguí cuando presuntuosa lo reacomodé uno de los salones de mi hogar. Figurativamente dirijo cada una de sus notas como un afiebrado director de orquesta. Otros he escuchado, cuya estridencia golpearon mis oídos.
Desde siempre, una extraña relación bordeando el abismo de la demencia me ata a este reloj. Un enigma del cual no he podido zafarme.
Todo comenzó cuando visité por primera vez la casa de mi suegra. Me llevé una gran sorpresa al notar su majestuosa presencia en un rinconcito de su pequeña sala: “No puede ser, usted tiene uno” —le dije emocionada— “Yo siempre he deseado tener un reloj de estos”. Ella, después de verificar el motivo del inusitado asombro, y dado a las copiosas preguntas indagatorias que siguieron a mi particular encantamiento, me refirió la historia.
Por ascendencia materna, el primer propietario fue su abuelo; adonde el mismo fue a parar por su conocida reputación de buen relojero. Según referencias transmitidas de viva voz, el dueño original fue sometido a un riguroso embargo que lo llevó a la ruina. El abuelo —y ésta es la parte vergonzosa de repetir— conocedor de la calidad y antigüedad del mismo, aprovechándose del infortunado caballero le ofreció una irrisoria suma de dinero por su obtención. La siguiente en poseer la no muy honestamente adquirida herencia, fue la mamá de mi suegra, quien a su muerte lo dejó entre un variado y deslucido mobiliario. La hija mayor, encargada por acuerdos familiares de la liquidación patrimonial lo quiso vender, pero mi suegra, movida por un impulso sentimental lo rescató de las ambiciones monetarias de su hermana y se lo llevó para su casa.
No era la primera vez que yo sufría esos extraños estados de idolatría por ese tipo de relojes. Otra fue en casa de una señora muy seria y espigada, mamá de una amiga mía. La señora, molesta por mi irrefrenable interrogatorio, donde llegué al colmo de preguntarle el precio, me atajó con un tono no muy delicado diciendo: “señorita por favor, ese reloj no está a la venta”.
En las sucesivas visitas a casa de mi suegra, mis insinuaciones sobre la futura posesión llegaron a proporciones extremas. Sin considerar que para ello debía acontecer la muerte de mi suegra, me proclamé a los cuatro vientos como su única heredera; lo cual por cierto, me hizo merecedora de un extravagante pelón de ojos por parte de quien para entonces era mi novio.
Con el correr del tiempo mi insistencia rindió los frutos esperados. Quizá mi suegra sabiamente quiso asegurarse una vida mas larga al tomar dicha decisión, pues, cuando me casé, me llevé la gratísima sorpresa de encontrar la ansiada y antigua reliquia apoyada en una pared de la sala. Desde entonces, erguido y con la altivez que reviste a un emperador, campanea en mi hogar su continuo y solemne vals.
Aun hoy valoro el noble gesto de desprendimiento por parte de mi suegra, pues razones me sobran para pensar cuanto le costó. Sentí como si le hubiese arrebatado su máquina del tiempo. Bastaba con observar como se le iluminaba el rostro de pura delectación cuando remitía su historia. Pero el cargo de conciencia me duró poco, porque la alegría fue mayor. Tan alta estima le tenía ella, que junto con el reloj, también llegó todo un rosario de recomendaciones. Igual que una madre entrega a su hijo al cuidado de otros por razones forzosas, ella quiso asegurarse del bienestar del suyo cuando nos dijo: “Cuídenlo mucho, miren que tiene muchos años conmigo y está como nuevo, además es de caoba pura”. Yo me pregunté si también los fabricaban de caoba impura.
Hasta el sol de hoy, como buena madre adoptiva que intuye el llanto de la otra, he seguido al pie de la letra sus recomendaciones. Ninguna otra persona ha manipulado la llave de su cuerda. En mi ausencia, no permito que nadie lo manipule. Incluso, en cuanto a los productos recomendados para su limpieza y pulimento, conservo las mismas marcas.
La pequeña catedral en la que cada cuarto de hora se convierte mi hogar, no siempre fue bien recibida. Más de una vez debí defenderla como una leona: “Como puedes soportar ese ruido tan seguido y estruendoso”, me dijo una vez una amiga; quien a mis alegatos se atrevió a preguntarme de dónde venía la parentela. Sólo el buen juicio y nuestra vieja amistad frenaron la cachetada. Otros roces he tenido. Mi esposo, fastidiado al observar con cuanta delicadeza y detenimiento le pasaba el paño para pulirlo, lo calificó de manoseo fetichista, afirmándome que lo acariciaba mejor que a él.
Por cierto, la reunión armada por la vecindad se ha tornado más frenética y numerosa. Los oigo muy cerca de mi ventana. Bueno, al menos son moderados con respecto al tono de su voz; más bien parece que cuchichean entre si.
.
DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG.
Allí están nuevamente, recordándome que el tiempo de mi vagancia se agota. Mi inmovilidad se ha hecho tan perniciosa, que pareciera que un hormigueo de origen antropófago amenaza con devorarme. Supongo se me pasará apenas ponga un pie en el piso.
Profundizar sobre la utilidad de este instrumento, es otra de mis locuras. Me intriga pensar como ésta correlativa cadena de temporalidades rige con tanto acierto y austeridad el devenir humano; siendo muchos los que por repicarles muy duro la obligación en el oído, han salido con furia disparados por los aires de la mano del acosado..
Yo los comparo con una oficiosa bordadora, donde la vida de las personas es la materia prima; la madeja con cuyos hilos teje y estampa una variada trama de vivencias. Para unos son punto de cruz; para otros punto atrás; para los más afortunados, estrellas y brillantes soles. Así, entre otras figuras, también adorna el diario vivir con flores y flamantes corazones. Segundos, minutos y horas, pasan por la punta de sus finas manecillas para finalmente rematar con la gran obra llamada día.
No es por nada, pero el mío no es un reloj cualquiera; es especial. Y no porque yo sea pulpera y ese sea mi queso. Tomando en cuenta el tiempo que ha transcurrido desde aquella remota reparación que lo puso en mi camino, ha sido casi un siglo de peregrinar. Quizás, a eso se deba la secuencia de misterios que forman parte de sus cualidades.
Algunas veces, seducida por la oscilación cronométrica de su plateado y brillante péndulo donde se refleja mi imagen atormentada y alucinada, me he sentido atrapada y transportada a su interior. Encarcelada en esa pequeña capilla, tras el vitral biselado enmarcado en su puerta, una especie de sortilegio me ha hecho testimoniar un variado e insólito trajinar humano, robados quizá de vidas pasadas en sus momentos más cruciales. Como si por la simple razón de haber acompasado con su palpitante tic tac, uno tras otro, cada uno de sus de esos instantes que constituyeron su mundo, tuviera además el derecho de apropiarse de parte de ellos. De cada resquicio, de cada rincón, de cada ranura, de cada recóndita grieta; siento escaparse inquietantes voces, apasionados suspiros, quejidos, toses agónicas, risas, gritos, golpes de puertas, muebles rodados y hasta pisadas apresuradas. Y por sí fuera poco, también me he sentido acosada por espectrales y frías sombras que se atrevieron a rozar mi erizada piel. Liberada del influjo que me retuvo en ese pavoroso y diminuto poblado fantasmal, he relacionado otros hechos.
No ha sido por casualidad, que estando la familia reunida celebrando una buena noticia o acontecimiento importante, en el momento más cálido, él se hace partícipe del festejo. En unos decibeles no habituales, consigue atraer nuestra atención con los melodiosos encantos de su sonería.
Vivir este mundo de experiencias mágicas concibe cualquier idea por muy absurda y descabellada que parezca; como la del cantante aquel con apellido de felina doméstica, cuando pone en manos de un reloj, cual rémora, las riendas del tiempo, sin importarle que por caprichos de un amor paralizara a toda la humanidad.
Esto lo digo porque entre las pródigas rarezas de mi reloj, hay una que guarda mucha semejanza con esa astronómica solicitud. Puedo asegurar sin temor a equivocarme, que estando en situaciones difíciles me ha estirado y hasta reducido el tiempo, con tal de darle gusto a mis convenientes exigencias. Otra circunstancia que da fe a nuestro vínculo, y al poder que sobre mí ejerce, lo constituye el hecho de que a pesar de encontrarme en lugares lejanos he escuchado el eco de sus campanadas.
¡Que agradable aroma a rosas! Deben ser las rosas de mi vecina, es su pasión, le dedica horas enteras a su cuidado. Aunque, ¡que extraño!, también percibo el aroma de claveles y malabares, y que yo sepa de esas no tiene.
¡Caramba!, si no estuviera segura de que a estas horas, tanto mis hijos, como mi esposo deben encontrarse ya en sus trabajos, juraría que se sumaron a la reunioncita con matices de jolgorio. Algunas palabras sueltas como: “si ella hubiera…” “ella me dijo…”, “ella fue…”, me indican que el centro de la novedad es una mujer. ¡Pobre!, no quisiera estar en su pellejo. ¿Y esa voz? Se parece a la de mi amiga Nancy; ¿pero por qué tan ronca y compungida?
.
DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG, DING DONG DING DONG. DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG DANG.
¿Pero qué sucede? ¿Qué hora es esa? ¿Por qué las siento repicar tan increiblemente cerca de mis oídos? ¡Tan cerca…como si mi alma… le perteneciera!
DANG DANG DANG…
Entre una nutrida concurrencia, alguien comentó:
—Marian, yo sé que no es el momento apropiado para hablar de estas cosas, pero quisiera que le recordaras a tu padre la petición que me hizo la señora Eloisa en cuanto a que me encargara de su reloj cuando ella no estuviera. Siempre he sentido un particular aprecio por ese reloj.
sábado, 3 de abril de 2010
SER DIFERENTE
Que mal me siento. Es como si se conjugaran el malestar físico con las ganas de pagarla con el mundo. Anoche apenas dormí unas horas. De paso este café tan dulce. No la pego con este asunto del café: o me lo da recalentado, o me lo da demasiado dulce. Siempre se lo digo cariñosamente: “Rosa, trata de montar el café cuando sientas que me levanto, es fácil mi vida” “Rosa, mi amor, con una cucharadita de azúcar basta”. Si esto continua así, voy a terminar convencida de que el café melado y recalentado es la más deliciosa de las bebidas. ¡Ah no! Pero esta vez no se la paso. Aprovecharé este impulso venenoso que llevo por dentro y se lo reclamaré a gritos, a ver si por las malas por fin aprende. Hoy siento una incontenible necesidad de ser diferente. Basta de ser siempre la mujer amable, educada, correcta y respetuosa que siempre soy. Me avergüenza decirlo, pero es mi secreto. Existe en mi una malignidad que me rasguña con su uña velluda y puntiaguda. Una especie de simpatía o fascinación oculta por aquellas personas que sin el menor escrúpulo, son capaces de destrozarle no digo el día sino hasta la vida misma a las personas. Quiero experimentar en carne propia lo que se siente trasgredir los patrones de buena conducta.
Me encuentro fuera de mi apartamento y veo con regocijo a la persona que igual a una píldora, dará inició a mi experimento.
—Hola Laurita, ¿Cómo te va?
—Estupendo, estupendo, y a ti.
—Bien, bien.
Indiscreta, como entre otras cosas me propuse ser, y en conocimiento, pues ya me habían comentado que se había sometido a un tratamiento estético para aumentar el grosor de sus labios,le digo examinándola muy cerca:
-¡Ay amiga pobrecita! ¿Qué te sucedió en los labios, te picó una avispa?
Ningún dilatador oftálmico hubiera logrado tan excelente. Tan mala sangre me hice que sin mirarme torció hacia las escaleras. Está demás decir lo divino que me sentí.
Ahora también salen a tomar el ascensor la pareja de jóvenes recién mudados al edificio. Se ven muy risueños, como si la vida fuera para ellos puro encanto y primor. Pienso rápidamente en algo que me sirva para desvanecerles la sonrisa y se me ocurre que puede ser ella. Extraigo una tarjeta de mi bolso y mientras la observo con cara de quien ve en la calle a un perro agusanado, se la doy para después decirle:
—Doy buenos precios, vas a necesitar una buena limpieza dental.
La llegada del ascensor a la planta baja me impide recomendarle cepillarse más a menudo los dientes. Más adelante debí agacharme varias veces para recoger los pedazos esparcidos de lo que fue mi tarjeta de presentación. Ente otras cosas chocantes también dejé con el saludo en la boca al conserje y a una vecina que regresaba muy satisfecha de su caminata matutina.
Acomodada en mi vehículo con destino a mi consultorio fue cuando más crecida sentí mi prepotencia. La usual y benigna relación conductora-vehículo, se volvió de repente en una amenazante relación dedo-gatillo. A riesgo de mi vida y la de otros inocentes conductores, pasé por alto en varias oportunidades la luz roja, sobrepase de manera incorrecta a unos cuantos, toqué sin pausa la corneta y simultáneamente saqué el brazo por encima del vehículo para hondear la clásica y obscena señal de costumbre. Esa donde el dedo medio apunta como un misil hacia el cielo. En fin, no menos de media docena de ese remedado armamento machista dejé regados por la autopista. Confieso que corrí con suerte, porque por poco se pone en mi unos de esos locos que por quítame esta paja sacan a relucir un arma de verdad verdad.
Pese al susto, en el consultorio aún persistían mis deseos de fastidiar a la humanidad. En la sala de espera ubico a mi siguiente victima. Es una paciente con quien tengo diferencias respecto a la política. Por ética profesional siempre me he mordido la lengua ante sus fuertes ataques. En este trabajo es muy importante que el paciente se encuentre tranquilo y relajado. ¡Ah pero esta vez…! Como siempre, apenas me dispuse a trabajar encendí el radio, sólo que con una diferencia, en esta oportunidad no sonarían las sublimes notas de música clásica con las cuales acostumbro amenizar el ambiente, sino una de esas emisoras que se distinguen por una exacerbada y radical posición política (por supuesto contraria a la suya).
Con la boca taponada con algodones y separadores más de lo conveniente, me fajé sin darle respiro a trabajar en su muela. En plena labor y con los ojos desorbitados, me ruega con señas que lo apague, pedido que por cierto entiendo a mi manera.
¿Pero ahora qué sucede? ¿Qué la pasa a esta señora? “Señora, señora, despierte por favor” le digo aterrorizada al notar que se ha desmayado, o peor aún, no respira. En vano la cacheteo varias veces para hacerla reaccionar. “Despierte, despierte, señora…” Fue entonces cuando reconocí la voz de Rosa.
—Señora, usted como que se quedó dormida sobre la mesa. Va a llegar tarde al trabajo. Mire pues, hasta el café se le enfrió; espere un momento que ahorita mismo se lo recaliento.
—Si, si, claro Rosa, gracias. Tan bella ella.
Me encuentro fuera de mi apartamento y veo con regocijo a la persona que igual a una píldora, dará inició a mi experimento.
—Hola Laurita, ¿Cómo te va?
—Estupendo, estupendo, y a ti.
—Bien, bien.
Indiscreta, como entre otras cosas me propuse ser, y en conocimiento, pues ya me habían comentado que se había sometido a un tratamiento estético para aumentar el grosor de sus labios,le digo examinándola muy cerca:
-¡Ay amiga pobrecita! ¿Qué te sucedió en los labios, te picó una avispa?
Ningún dilatador oftálmico hubiera logrado tan excelente. Tan mala sangre me hice que sin mirarme torció hacia las escaleras. Está demás decir lo divino que me sentí.
Ahora también salen a tomar el ascensor la pareja de jóvenes recién mudados al edificio. Se ven muy risueños, como si la vida fuera para ellos puro encanto y primor. Pienso rápidamente en algo que me sirva para desvanecerles la sonrisa y se me ocurre que puede ser ella. Extraigo una tarjeta de mi bolso y mientras la observo con cara de quien ve en la calle a un perro agusanado, se la doy para después decirle:
—Doy buenos precios, vas a necesitar una buena limpieza dental.
La llegada del ascensor a la planta baja me impide recomendarle cepillarse más a menudo los dientes. Más adelante debí agacharme varias veces para recoger los pedazos esparcidos de lo que fue mi tarjeta de presentación. Ente otras cosas chocantes también dejé con el saludo en la boca al conserje y a una vecina que regresaba muy satisfecha de su caminata matutina.
Acomodada en mi vehículo con destino a mi consultorio fue cuando más crecida sentí mi prepotencia. La usual y benigna relación conductora-vehículo, se volvió de repente en una amenazante relación dedo-gatillo. A riesgo de mi vida y la de otros inocentes conductores, pasé por alto en varias oportunidades la luz roja, sobrepase de manera incorrecta a unos cuantos, toqué sin pausa la corneta y simultáneamente saqué el brazo por encima del vehículo para hondear la clásica y obscena señal de costumbre. Esa donde el dedo medio apunta como un misil hacia el cielo. En fin, no menos de media docena de ese remedado armamento machista dejé regados por la autopista. Confieso que corrí con suerte, porque por poco se pone en mi unos de esos locos que por quítame esta paja sacan a relucir un arma de verdad verdad.
Pese al susto, en el consultorio aún persistían mis deseos de fastidiar a la humanidad. En la sala de espera ubico a mi siguiente victima. Es una paciente con quien tengo diferencias respecto a la política. Por ética profesional siempre me he mordido la lengua ante sus fuertes ataques. En este trabajo es muy importante que el paciente se encuentre tranquilo y relajado. ¡Ah pero esta vez…! Como siempre, apenas me dispuse a trabajar encendí el radio, sólo que con una diferencia, en esta oportunidad no sonarían las sublimes notas de música clásica con las cuales acostumbro amenizar el ambiente, sino una de esas emisoras que se distinguen por una exacerbada y radical posición política (por supuesto contraria a la suya).
Con la boca taponada con algodones y separadores más de lo conveniente, me fajé sin darle respiro a trabajar en su muela. En plena labor y con los ojos desorbitados, me ruega con señas que lo apague, pedido que por cierto entiendo a mi manera.
¿Pero ahora qué sucede? ¿Qué la pasa a esta señora? “Señora, señora, despierte por favor” le digo aterrorizada al notar que se ha desmayado, o peor aún, no respira. En vano la cacheteo varias veces para hacerla reaccionar. “Despierte, despierte, señora…” Fue entonces cuando reconocí la voz de Rosa.
—Señora, usted como que se quedó dormida sobre la mesa. Va a llegar tarde al trabajo. Mire pues, hasta el café se le enfrió; espere un momento que ahorita mismo se lo recaliento.
—Si, si, claro Rosa, gracias. Tan bella ella.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)